Las dos monjas

Por José Javier Carrasco

23/12/2023
 Actualizado a 23/12/2023
El escritor y autor del relato, José Javier Carrasco. | L.N.C.
El escritor y autor del relato, José Javier Carrasco. | L.N.C.

Recorría la orilla de la playa en uno y otro sentido, la cabeza inclinada como si buscara algo, con paso fatigado, deteniéndose a veces a mirar el horizonte donde se ponía el sol; bajó los pantalones vueltos hasta la rodilla, y se calzó las zapatillas. Llevó la mano a  sus cabellos canosos, que contrastaban con el blanco intenso, arqueado de la espuma. Se volvió y emprendió el camino de regreso al pueblo. A  sus espaldas, las dos monjas que encontró al llegar, permanecían descalzas a orillas de la mar. Inmóviles, recibían las olas como un bálsamo medicinal metódicamente administrado por una provisora naturaleza diseñada por su buen Dios; serias y abstraídas en el crepúsculo de un cielo hoy parecido al de la capital.

Lleva mucho tiempo lejos de Madrid, del ostentoso Palacio Real y  de su solemne fachada reflejando la luz engañosa de las artísticas farolas que la bordean y que hace parecer a la gente fantasmas. Lejos de sus calles grises y el tráfago de una corriente incesante de coches que se  persiguen con los faros encendidos. Apartado de los edificios acristalados e impersonales, como el que albergaba las oficinas de su empresa, que absorben y escupen gente, sin descanso. Ajeno a una ciudad que de madrugada  aún huele en algunos rincones a pan recién hecho. Sin pisar los charcos que se forman en las aceras resquebrajadas, donde beben las palomas, y sin  recibir el educado saludo del  portero, trajeado con bombín color chocolate sobre una alfombra gastada, bajo el toldo granate con flecos dorados del hotel donde se citaba con ella. Alejado de la ciudad de las mujeres hermosas que desaparecen con otro ... Lejos de Silvia, su fugaz y último amor. Y una de las monjas se la ha recordado.

Anda de exploración nocturna como él, un gato pequeño, pegado  a una pared desconchada. Tendrá unos dos meses. Al oír sus pasos se detiene y emprende una rápida y vacilante carrera hacia  los estrechos y oscuros respiraderos del sótano de una casa de ladrillo blanco. No se cuela, como esperaba, por el primero que encuentra, sino por el siguiente. Desaparece despacio, volviendo la cabeza. En alguna parte canta un grillo. Canto afónico, cansado, sin vibración intensa. El cri-cri acompaña al rechinar de sus pasos de jubilado, que pisan la arena del mar arrastrada por el viento. Se escuchan las doce campanadas de Cenicienta. Escapan de una ventana donde hay asomada una anciana que fuma un cigarrillo y le observa. Da una última calada y arroja el cigarrillo a la calle, a sus pies. No se disculpa y le hace un gesto obsceno con la lengua, antes de desaparecer.  A continuación se escucha el sonido atronador de un televisor. Mientras se aleja vuelve a abrirse la ventana y reaparece la misma anciana diciéndole algo, que el ruido del televisor vuelve, por suerte, inaudible. Comprende que es la hora de regresar al hostal, de saber cómo termina la novela negra que está leyendo. 

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