La carta

Por José Javier Carrasco

16/12/2023
 Actualizado a 16/12/2023
La escritora Concha Espina.
La escritora Concha Espina.

El médico cruzó la puerta de la sala común de las crónicas. El espectáculo de las alienadas, en su mayoría jóvenes, entregadas a sus rituales, llorando o riendo caprichosamente, ajenas a su presencia, estremeció involuntariamente a Jesús.  Una enferma se había plantado ante él y  le sonreía provocativa. Las internas aparecían por la sala repartidas en pequeños grupos. Solo Melisa permanecía ostentosamente apartada del resto, asomada a una de las ventanas, viendo llover, de espaldas a la puerta por donde acababa de aparecer el nuevo médico. Se volvió. Jesús había estudiado el resto de instalaciones de la clínica con el mismo interés con el que ahora miraba a aquella muchacha (le había llamado especialmente la atención la capilla, en el sótano del edificio; aquel estrecho pasillo detrás del altar  que  permitía pasar a un hombre de lado y que llevaba a la sacristía, un cuarto  cerrado, que de pronto se abrió, aunque nadie asomó después).


Una hora más tarde las enfermeras repartieron entre las internas la medicación de la tarde. Algunas se negaron a tomarla, normalmente no había problemas, pero aquel día las cosas habían ya empezado mal por la mañana cuando Asunción amenazó a Melisa en el desayuno para que le diese sus galletas. Asunción y Melisa se enzarzaron en una pelea. Las enfermeras intentaron separarlas   y una recibió un escupitajo de Melisa, a la que acabaron encerrando en un cuarto incomunicado hasta que se calmase. 


Antes de llegar el médico, le permitieron unirse a las otras enfermas.  Asunción lloraba en un banco bajo el magnolio del patio. Melisa se acercó y observó que tenía una carta en la mano. La vieja carta de su hijo que no se cansaba de leer. Empezó a llover y les mandaron subir a la sala común. Asunción dobló la carta, la escondió en su pecho dirigiéndole, al pasar a su lado, una mirada extraña y dijo algo que no entendió. Una vez arriba, se acercó a la ventana a mirar cómo llovía. La vio salir al patio con una cuerda en una mano y la carta en la otra. Sujetó la cuerda a una rama del magnolio, el único árbol que crecía en el patio. Trepó al banco  y se dejó caer. Quedó colgando con el rostro contraído  en su dirección. La carta había escapado de su mano y las palabras escritas en ella se diluían en la lluvia que persistía tenaz. Al entrar el médico  volvió la cabeza un momento y se preguntó si decírselo, que aquella víbora pendía de un árbol. La desanimó la forma en  que la miró, como si la compadeciera y quisiera ayudarla, a ella que sabía defenderse bien sola. Habían pasado desde entonces dos horas y nadie echaba en falta a Asunción. Mañana Melisa podría tomar tranquila su desayuno.  
 

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