El ara

Por José Javier Carrasco

09/12/2023
 Actualizado a 09/12/2023
El escritor Javier Tomé.
El escritor Javier Tomé.

La ascensión es penosa. Avanza con dificultad, con la ayuda de un bastón, y cada poco se detiene a observar si el muchacho, cargado con el haz de leña, le sigue. Parece que sospecha algo y hace todo lo posible por retrasar lo que supone le espera una vez lleguen arriba. «Dios dispone de nosotros a su antojo», piensa cuando corona la cima del cerro. Aún es temprano y el sol se puede soportar bastante bien. Además, la lluvia de la noche ha servido para refrescar el aire, normalmente asfixiante en ese mes del año. Abajo, el paisaje, recorrido por la profunda hendidura en la que discurre el río, está envuelto en una bruma azulada bajo la que los árboles son como cuerpos mal dibujados, con algo amenazador en su imprecisión. Busca con la mirada una piedra adecuada a lo que se propone. Destacando sobre otras, la que ahora estudia, ese trozo de roca cubierta con formas caprichosas de hongos que apunta al borde de la quebrada, es como el ara dispuesta por el Todopoderoso para el sacrificio de su hijo. El muchacho examina también curioso la piedra y rehúye sus ojos cuando le mira. 


Se sentiría incapaz de cumplir con su cometido, de hundir en el cuello de Isaac el cuchillo, de aguantarle la mirada si llegara a posar los ojos en él, algo improbable. Mejor será golpearle con el cayado, hacer que pierda el sentido y después inmolarle, aunque quizá eso escape a lo dispuesto. La bruma, que escapaba del río y se extendía más allá de las orillas, ha desaparecido casi por completo. Los árboles, ahora, están mejor definidos y han perdido parte de su aspecto amenazador. Se puede ver en la distancia entrar y salir algunos pájaros de sus copas, aunque no se escucha nada. El silencio es completo, como si todo estuviera en suspenso a la espera de que se decida de una vez a ofrecer a Dios la sangre del muchacho, que a estas alturas debe ya haber descubierto lo que se propone. 


Necesita más tiempo, encontrar ese estado de ánimo necesario para llevar a cabo un acto tan horrible como incomprensible. El efecto inhibidor del vino, que bebió antes de salir de casa, está desapareciendo. Siente ganas de gritar, de rebelarse, pero de nuevo se pregunta abatido quién es él para cuestionar a su Creador. Coge a su hijo del brazo, le atrae hacia sí y le abraza. Después lo conduce hasta el ara, posa su cabeza sobre la piedra y la mantiene inmóvil presionando con fuerza. Levanta el cuchillo y se dispone a descargar el golpe a la espera de que todo sea solo una broma. Pero esta vez Dios, abstraído por el canto de los pájaros que Él sí oye, se olvida –a veces ocurre– de ordenar al ángel detener la mano de su complaciente siervo. 

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