La larva

Por José Javier Carrasco

21/10/2023
 Actualizado a 21/10/2023
El escritor lacianiego Luis Mateo Díez. | JUAN LÁZARO (ICAL)
El escritor lacianiego Luis Mateo Díez. | JUAN LÁZARO (ICAL)

En una luz cenital que no se acierta a adivinar si es la que irradia el tedio de las personas que se encuentran en la cafetería o la de aquella hora en aquel espacio, nuestro hombre toma sin prisa, se diría incluso que con insoportable lentitud, un café con leche. Quizá su desayuno. Sentado en un taburete, camuflado en esa luz difusa, el profesor, entre sorbo y sorbo, dormita en un estado próximo al estupor que revela otra noche en vela corrigiendo exámenes. Así se lo confirma al camarero que le escucha con una sonrisa educada. La cafetería donde hace sus confidencias, de las que después uno siempre se arrepiente, no se diferencia en nada de otros muchos lugares como aquel, con iguales o parecidas ventajas e inconvenientes a las de cualquier otro lugar donde pasar un rato sin ser molestado. Si algo la distingue es que la cafetería es la elegida por una peña de jubilados para pasar las tardes jugando al dominó, lo que tampoco es nada extraordinario. 


Las cajas de las fichas es lo que precisamente mira ahora, porque acaba de ver asomar en una de ellas una pequeña oruga, que deja atrás la superficie ahumada de la madera del recipiente en dirección a su taza. Quizá no es algo habitual descubrir a una larva reptar a lo largo de la barra frente a la que se instala todas las mañanas, intentando salvar el espacio entre las cajas de las fichas de dominó y su consumición, y menos aún que la larva lleve escrito sobre sus anillos algo, una palabra que se ajusta a las contracciones de su cuerpo variando de extensión a medida que avanza, pero lo que está sucediendo, lejos de extrañarle, le parece un hecho tan normal como los suspensos de algunos alumnos, siempre los mismos. Se detiene antes de iniciar el ascenso de su taza salvado el platillo. Puede al fin leer aquella palabra, que parece tatuada sobre los dos centímetros oscilantes de ese cilindro de carne de color igual a la cera, que pasa de «bebe» a «bébeme», antes de dejarse caer en el interior, en el líquido que la recibe indiferente y en el que desaparece. El camarero le observa como si no hubiera visto lo mismo que él, como si no supiera que todas las mañanas sucede algo semejante, desde hace una semana, con otros clientes.


El profesor, pausadamente, lleva la taza a los labios y siente que le asalta un olor familiar, casi olvidado, a nardos marchitos. 

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