La mecedora

Por José Javier Carrasco

08/07/2023
 Actualizado a 08/07/2023
Fragmento de la fotografía de Elena Santiago reflejada en una obra de Pablo Ransa colgada en el salón de su domicilio. | EDUARDO MARGARETO (ICAL)
Fragmento de la fotografía de Elena Santiago reflejada en una obra de Pablo Ransa colgada en el salón de su domicilio. | EDUARDO MARGARETO (ICAL)
Explora el interior de una casa, – continúa soñando –, que le resulta vagamente familiar, y donde cada paso que da la acerca más a lo que no le gustaría ver. En la semioscuridad borrosa de uno de sus pasillos, similar a la de la galería de cualquier madriguera, se pregunta si ese sinfín de accidentes, – caídas y golpes sobre todo–, en apariencia involuntarios – acaba de golpearse al tropezar con el extremo de un mueble –, ocurren a causa de un deseo de expiación, en realidad un mecanismo automático de apaciguamiento dirigido a un enemigo que hemos interiorizado y espera la señal adecuada de enmienda, autoinfligiéndonos un daño y convirtiéndonos, así, por osar hacerle frente, en nuestros propios verdugos.

Llega a una habitación donde una mujer, sentada en una mecedora, sostiene un libro que escapa de sus manos y cae al suelo. Sabe que podría despertar, en lugar de acercarse a ver si aquella mujer ha muerto o, simplemente, duerme. Busca el interruptor de la luz. Tantea la pared hasta encontrarlo. Pero la bombilla debe de estar fundida porque todo permanece igual, en el mismo claroscuro del pasillo, cargado de una imprecisa amenaza. Escucha abrirse la puerta de la calle. Los pasos de alguien que sacude unas llaves. Entonces inquieren en tono neutro: «¿Estás en casa, Elena?». A pesar de no identificar la voz, debería contestar por tratarse de su nombre. Aunque, quizá, la mujer de la mecedora – ha girado la cabeza – también se llame Elena. Los pasos se reanudan y alejan, para volver, después de un tiempo, al punto de partida, como si hubieran descrito un círculo.

De nuevo se escucha la voz de hace un momento, insistiendo en la misma pregunta. Es la voz, ahora áspera, de su madre. Lleva ya tanto tiempo muerta que había olvidado ese tono desagradable con el que siempre le reprochaba algo. Mejor no moverse de donde se encuentra. Presta más atención a la mujer. Visten igual y la cabeza tiene un noble perfil de efigie romana semejante al suyo, años atrás. Una figura joven y de piel tersa que deja la mecedora y avanza solícita hacia donde se ha oído la voz. Al cruzarse, esa imagen, de la que ella es tan solo un reflejo desdibujado y sembrado de patas de gallo, la examina un instante con la expresión seria e inabordable propia de los fantasmas. Regresa abrazada al cuerpo desnudo de su madre, extrañamente abultado y cubierto de verrugas, difícil de reconocer. La sienta en la mecedora. La silla inicia entonces un balanceo convulso, elevándose hacía el rótulo luminoso de neón de un amorcillo blanco y la indicación «Club le Lapin» en letras verdes y rojas debajo, suspendido del techo como un tentador reclamo multicolor. Despierta.
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