La paloma

Por José Javier Carrasco

30/09/2023
 Actualizado a 30/09/2023
Emiliano Alonso Pelegrín. | L.N.C.
Emiliano Alonso Pelegrín. | L.N.C.

Hasta ahora todo parece seguir para mí un guion dado, dictado. Hasta el más mínimo acto respondería a una pauta impuesta. Hay algo que me determina de algún modo. Cruzamos la calle y no vemos el autobús que nos lanzará contra la acera. Subimos a un ascensor e ignoramos que se precipitará antes de que lleguemos al piso señalado. Compramos ese coche que nos gusta y que va a ser la causa de nuestra muerte. Circunstancias que solo aparentemente parecen obedecer al azar, pero de las que en realidad no podemos escapar. 

Fatalismo y libre albedrio, como dos opciones entre las que tendremos que acabar eligiendo. Vivir el presente es enfrentarse al camino de senderos que se bifurcan. Creer que en el momento de elegir no repetimos nada, que somos libres. ¿O no? ¿O en lugar de senderos es un solo sendero el que se abre ante nosotros, y además circular? Es decir la repetición, aquello que sale a nuestro paso sin que podamos remediarlo: la hoja del árbol que cae, el vuelo de un pájaro, la gota de lluvia que nos da en la frente. Lo dictado por la naturaleza, en una palabra. Esa vieja y paciente madre, cruel y misericordiosa, que esta mañana me hizo otro regalo.

No llevaba mucho tiempo fuera de casa y avanzaba por el paseo bajo los árboles pensando en mis cosas. Sentí que sobre uno de mis hombros acababa de caer algo. Una paloma cambió de rama revoleteando, tropezando en las hojas, produciendo un sordo rumor. Me había cagado y se apresuraba a alejarse del lugar elegido para echarme a perder el día. Nunca nos habíamos llevado bien las palomas y yo. Pero esa es otra historia. Regresé a casa a cambiarme. Al bajar de vuelta a la calle el ascensor se averió y quedé encerrado media hora en compañía de ella, mi vecina de enfrente, con la que me limitaba a intercambiar un saludo impersonal si coincidíamos. Soy tímido y guardé silencio, manteniéndome expectante, pero permaneció callada como yo. Sin contar a mi madre, nunca había estado tanto tiempo al lado de una mujer. De su cuerpo se desprendía un tenue perfume a lavanda. Cuando nos rescataron, ella, antes de salir a la calle, se giró y me sonrió. Nos encontramos de nuevo al ir a tirar la basura, y volvió a sonreír. Hoy no estoy en la cama plegado sobre mí mismo y apenas me cuesta entrar en comunicación con el universo, en sentirme materia enamorada flotando en el infinito, por primera vez libre de soñar lo que se me antoje. Tengo una de sus manos entre las mías. Está fría, como muerta, pero aún huele a lavanda.

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