El peral

Un cuento de José Javier Carrasco

06/09/2025
 Actualizado a 06/09/2025
MAURICIO PEÑA
MAURICIO PEÑA

Recuerdo que la escuela estaba al final de una calle en cuesta. Era un edificio impersonal de piedra, con ventanas enrejadas, rodeado de huertas. En una había un gigantesco peral cuyas ramas pendían sobre el tejado de la escuela. A veces, la caída de una pera interrumpía la cantinela del maestro; entonces, todos mirábamos hacía arriba tratando de localizar dónde había aterrizado y si la pera rodaba tejado abajo. El maestro carraspeaba y eso quería decir que debíamos volver a nuestras tareas, de las que nos arrancaba aquel periódico retumbar sordo. Así, sentados en nuestros respectivos pupitres, atendiendo a las explicaciones del maestro, esperábamos una nueva caída, la irrupción inesperada de lo fortuito. Al terminar la clase, guardábamos precipitadamente el material escolar en nuestras carteras y nos agolpábamos en la puerta empujándonos para ser los primeros en llegar afuera y poder atrapar las peras que habían corrido del tejado al suelo. Quien lograba coger alguna, la guardaba en la cartera para enseñarla en casa como un trofeo, aunque siempre eran los mismos afortunados los que se hacían con aquellos codiciados frutos (a pesar de ser unas peras de invierno, duras e insípidas; solo si se las dejaba madurar, hasta que se pusieran ‘momias’, tenían algún sabor), después de enzarzarnos en peleas, en las que yo siempre acababa mal parado. Tan solo una vez logré salir airoso de una de aquellas épicas disputas. Volvía feliz a casa con dos peras, que me habían costado, sin embargo, un moratón en un ojo, y no pensaba en otra cosa que enseñárselas a mi hermana y ganarme una de sus sonrisas, cuando me asaltó la duda de si realmente estaban dentro de mi cartera o las había perdido en el camino. No, no las había perdido. Estaban en la cartera, pero una de ellas, la más machacada, había manchado la cubierta de la Enciclopedia Álvarez. La boca de la figura de la tapa del libro parecía una mueca verde que lamentaba mi descuido. A punto de echarme a llorar, arrojé las peras a una acequia, decidido a no contar nada en casa. 

Me dirigí al río. Lo bordeé y caminé hasta la presa. Me recibió el sonido relajante del agua en su caída. Me senté en la orilla y abrí de nuevo la cartera. Saqué la enciclopedia para ver si podía hacer algo para remediar, o al menos paliar, la mancha de la pera. Podía pasar el pañuelo húmedo a la espera de un milagro. Me inclinaba sobre la corriente, con él en la mano, cuando apareció un pescador bien equipado: caña, cesta de mimbre y botas de goma. Debía de querer hacer alguna tirada bajo la presa, donde siempre había truchas. Me miró y sonrió. Guardé el pañuelo en un bolsillo del pantalón. «¿Qué haces chico? «¿Repasando?», preguntó con acento de ser de ciudad. «Nada», le respondí. «¿Qué te ha pasado en el ojo?», quiso saber, como si le importara. «Nada», volví a responder. «¿No sabes decir otra cosa que ‘nada’?», preguntó de nuevo. Me hubiera gustado contestarle que él, por su parte, también se repetía al no terminar de preguntar, pero me mantuve callado esperando que siguiera su camino y me dejara tranquilo. En lugar de eso, se acercó, posó la caña en el suelo y tomó de pronto mi cara entre las manos. Olían a pescado y aparté instintivamente la cabeza. No pareció importarle porque la sujetó con fuerza y se inclinó a mirar de cerca cómo se encontraba el ojo. «Tranquilo, sé lo que hago. Soy médico y ese ojo no tiene buena pinta», dijo escudriñándome con una mirada incisiva que recordaba realmente a la de un profesional. «Bueno, no está tan mal como parece de lejos, pero deberías ir a tu médico para que lo vea», aconsejó. Apartó las manos y se inclinó a coger de nuevo la caña. «¿Cuántos años tienes, chico?», parecía que lo suyo era preguntar. «Diez, señor», le respondí, intentando mostrarme más educado. «Muy bien, chico. Ahora, prométeme que no te meterás en más peleas. No merece la pena». Incliné, asertivo, la cabeza. «No eres de muchas palabras, ¿eh?. Haces bien; por la boca muere el pez». Abrió la cesta y sacó una trucha. La tiró a mis pies. «Que tu madre te la prepare hoy para la cena», dijo, y siguió su camino sin despedirse. La trucha boqueaba aún. La cogí, estuve un rato mirándola (sus ojos eran tan inexpresivos como los del médico, si es que realmente lo era) y la devolví al río, donde quedó flotando. La corriente la arrastró lentamente hacia la presa sin dejar de flotar. 

Aquella noche soñé que una pequeña araña paseaba por mi ojo, se detenía y empezaba a fabricar su tela. Desperté sobrecogido. Abrí la puerta del armario y estudié el aspecto del ojo en el espejo. La araña seguía allí y había capturado un mosquito al que envolvía con un hilo blanco. Cuando terminó, oí ladrar a un perro y desperté de verdad. El perro volvió a ladrar y me pareció que aguardaba en la puerta de casa. Me levanté y me asomé a la ventana. La calle estaba a oscuras, pero algo que no era un perro se movió abajo. Escuché una queja. Volví a la cama y me tapé la cabeza con la sábana Mientras intentaba dormirme de nuevo, hice memoria de los ríos más importantes de España, de sus cabos, golfos y el nombre de todas las provincias, y cuando acabé, intenté recordar los reyes godos. Me quedé en blanco. No lograba recordar ninguno. Al día siguiente, antes de salir para la escuela, logré recordarlos. Con aquellos nombres enrevesados, pensé, cualquiera de ellos podía estar buscando la noche anterior su cena bajo mi ventana, consistente en una trucha, una pera, una araña … un niño descuidado, quién sabe qué. De camino a la escuela me asomé a la acequia donde había arrojado las peras. Estaban en el fondo, medio ocultas por una capa de lodo, y parecían las tetas de mi hermana. 

Basado en la fotografía del artículo ‘Pinocho y la Enciclopedia Álvarez’ aparecido en LNC el once de enero de 2022.

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