«Si recapacitas un momento, sabrás que es solo una forma de engañarte», pensaba cuando creía que acabaría encontrando el dinero que necesitaba reunir cuanto antes. También sabía lo que me esperaba si no lograba reunirlo. Seguramente, algo parecido a como terminan en las películas de género negro los que no pagan sus deudas, en el mejor de los casos, con una pierna o un brazo rotos e inutilizados para siempre. Es lo que pasa cuando jugamos con fuego. Aunque nada la diferenciaba de una partida como tantas otras, se complicó. Creí que tenía una buena mano, pero resultó que el otro la tenía aún mucho mejor. Entre los que asistían a la partida había un prestamista, una de esas almas caritativas (valga el sarcasmo) dispuestas a echarte una mano al cuello cuando estás a punto de ahogarte. Puse mi nómina como garantía y a cambio conseguí la cantidad con la que esperaba resarcirme. Tres horas después estaba empeñado por un año. La mañana me sorprendió sentado en un banco de la plaza de la Inmaculada, mirando las madrugadoras palomas que picoteaban a mis pies. Fue el comienzo del descenso al infierno: préstamo sobre préstamo, sablazo sobre sablazo, la pareja que acaba abandonándote, amigos que te evitan como a la peste, familiares que te dan la dirección de una asociación de exludópatas, y el apremio agobiante de los prestamistas, cada vez más despiadado. De cuando en cuando, una buena racha que te hace creer que has dejado atrás para siempre la mala suerte, antes de estrellarse de nuevo contra la realidad y terminar otra vez en la misma plaza preguntándote qué comen realmente las palomas bajo la mirada vacía de la estatua de la Virgen, mientras oyes levantarse, quejumbrosas, las persianas de las ventanas que, al llegar la noche, camino de una nueva partida, descenderán como el eco repetido de una guillotina. Un infierno al que acabas acostumbrándote.
Como una broma, alguien había olvidado aquel libro de la biblioteca pública en el banco de la maldita plaza donde yo siempre terminaba rebotado después de otra noche sin ganar. Se titulaba ‘La música del azar’, y su portada eran los cuatro ases de una baraja de póquer. Miré la contraportada. Las contraportadas son como los prospectos de los medicamentos, una lectura obligada para ver sus contraindicaciones antes de tomarlos. En el caso de aquel libro, lo que leí me sonó a contraindicación, a una historia de la que haría bien absteniéndome: «Cuando Jim Nashe es abandonado por su mujer, se lanza a la vida errante. Antes ha recibido una inesperada herencia de un padre que nunca conoció y que le permitirá vagabundear por América en un Saab rojo, el mejor coche que nunca tuvo. Nashe va de motel en motel, goza de la velocidad, vive en una soledad completa y experimenta la gozosa y desgarradora seducción del desarraigo absoluto». Aquello debería haber sido suficiente como para dejar el libro donde lo encontré. Una novela sobre abandono, vida errante o desarraigo, no parecía la lectura más indicada en mi situación. «Tras un año de esta vida, y cuando apenas le quedan diez mil dólares de la herencia, conoce a Jack Pozzi, un jovencísimo jugador profesional de póquer. Los dos hombres entablan una peculiar relación y Jim Nashe se convierte en el socio capitalista de Pozzi. Una sola sesión de póquer podría hacerles ricos», continuaba la contraportada. También yo, muchas veces, había esperado hacerme rico con una sola partida. Sabía perfectamente qué venía después, sin necesidad de que me lo contasen. Nashe y Pozzi acabarían mal, y nadie ni nada podría impedirlo.
Ya en la deprimente habitación de la pensión donde esperaba, sin ninguna fe, que algo cambiara, recibí un wasap de mi hermana diciéndome que nuestro padre había sufrido un infarto. Llevaba ingresado una semana, y hoy había dicho que deseaba verme. Aunque las cosas no estaban nada bien entre nosotros, creía que debía hacer un esfuerzo y acercarme por el hospital. Quizá el viejo no saliera de esta. Al menos eso pensaba él. Mi hermana era el único familiar con el que aún mantenía alguna relación. Había desistido de darme buenos consejos y ahora se limitaba a llamarme o mandarme un mensaje preguntándome qué tal me iba. No sé por qué lo hacía, si sentía algo por mí o simplemente quería contemporizar. Sea como fuere, ella era el único puente, tan frágil como el corazón de mi padre, con el pasado familiar. Me dirigí al hospital pensando que quizá no llegaría a tiempo para escuchar lo que tuviera que decirme. Suponía, así y todo, conociéndole, que le costaría morir y que nos tocaría permanecer a su lado hasta que lo hiciera. Cuando llegué, mi padre, con los ojos cerrados, respiraba ayudado por una máscara de oxígeno, y era evidente, por la tensión del brazo libre de vía, que no quería irse aún. Saludé a mi hermana. Me dio un abrazo. Al estrecharme noté el libro pegado al costado. Lo había metido en el bolsillo interior del anorak con la intención de devolverlo a la biblioteca (esa ética de no quedarse con nada que no es tuyo se la debía a mi padre) y ahora me recordaba que estaba allí por si lo necesitaba para pasar entretenido la noche. Mi hermana fue a comer algo a la cafetería y quedé solo, rodeado por toda la parafernalia de instrumentos médicos que hacen de la muerte una realidad mucho más horrible de lo que ya es de por sí. Mi madre llevaba tiempo muerta y ya me sentía huérfano por adelantado. Abrí el libro y miré la fecha de devolución: 17 FEB 2025. Otra fecha más, pero que, pensé de pronto –resultaba triste admitir que era incorregible–, podía transformarse en los números de una apuesta para El Gordo de la Primitiva: uno, siete, dos, veinte, veinticinco y quince (el número de letras del título del libro). De vuelta a la pensión apostaría por ellos. Tenía un buen presentimiento. Ojalá no estuviera engañándome otra vez.
Basado en la fotografía del artículo ‘El escritor Miguel Ángel Hernández y San Agustín’ aparecido en LNC el 8 de marzo de 2022.