El paraguas

Un cuento de José Javier Carrasco

09/08/2025
 Actualizado a 09/08/2025
| MAURICIO PEÑA
| MAURICIO PEÑA

¿No les ha ocurrido que un espacio cualquiera puede mostrarse  revestido de un encanto especial e inexplicable como si formara parte de un sueño? Eso es lo que me ocurre a mí últimamente  con el estadio de fútbol a pesar de lo anodino de su aspecto: una construcción vulgar, desprovista de todo ornamento, la perfecta representación del sentido práctico y falta de imaginación de los ratoneros propietarios y socios de un club modesto. Y sin embargo, no hay día que no me acerque por allí como respondiendo a una llamada. Me deslizo, siempre de noche, arrimado a las paredes descoloridas, midiendo cada paso y buscando, en la mirada de los escasos viandantes con los que me cruzo, la señal de que les es indiferente mi presencia (mi sombra multiplicada por el juego de las farolas  resulta tan fantasmal como el nombre del estadio, escrito en letras rojas). En ocasiones, me detengo  ante la taquilla como si fuera a sacar una entrada, y les aseguro que creo oír entonces, en medio de la noche, los gritos de los seguidores animando a su equipo (acostumbrados a verlo perder) como un batir de alas. Pensarán que mi debilidad por un lugar semejante, objetivamente desprovisto de todo atractivo, obedece a que  soy un entusiasta del fútbol. Al contrario, aborrezco cualquier manifestación deportiva y en especial las que gozan de mayor predicamento entre quienes no tienen mejor forma de emplear su tiempo libre que ver a otros hacer lo que a ellos les gustaría hacer y no hacen por la inercia de mantener el culo pegado a un asiento, aunque sea de cemento. No, esa no era la razón que me arrastra hasta allí. Lo comprenderán mejor si les pongo en situación, si les cuento algo que me ocurrió una noche que tomé un atajo, que pasaba por el estadio, para volver a casa a tiempo de poder preparar la cena y ver el capítulo final de ‘¿Es usted el asesino?’. 

Hasta entonces,  había evitado aquel rincón de la ciudad por la razón que ya les he explicado: mi aversión por el deporte y todo lo relacionado con él (mi temperamento nervioso me inclina a fobias y filias intensas que afectan al desenvolvimiento de mi vida diaria; por ejemplo, no dudo en evitar el mínimo contacto con todo aquello que me desagrada de alguna manera). Pero la serie  me había cautivado y por nada del mundo, ni siquiera tener que pasar por el mal trago de tomar una calle que bordeaba el estadio, me perdería yo la guinda del pastel macabro cocinado a lo largo de ocho  noches por Ibáñez Menta.   Avanzaba a  buen paso disimulando mi leve cojera gracias a un paraguas (llevaba todo el día lloviznando a ratos), en el que me apoyaba con el mayor decoro posible para no llamar demasiado la atención. Iba tan distraído pensando en mis cosas que no me di cuenta de que acaba de meter el paraguas en una alcantarilla, cuando ya era demasiado tarde para hacer nada. El extremo quedó atascado y no había forma de sacarlo de aquella trampa que la mala suerte ponía en mi camino. Miré el reloj. Andaba justo de tiempo si quería hacer todo lo que tenía pensado. No era cuestión de irme y dejar el paraguas, porque no tenía otro. Desesperado, hice un último intento, tiré con fuerza y entonces el paraguas escapó de mi mano y salió lanzado hacia arriba como un proyectil. Antes de que cayera al suelo, se abrió, y de su interior, no me creerán, escapó un murciélago. Revoloteó con un vuelo caprichoso en torno mío hasta desaparecer en medio de la noche. Cogí el paraguas y seguí mi camino, pegado a la pared del estadio, pensando que quizá soñaba y que no tardaría en despertar.  

Ya en casa, analicé la situación. No soñaba y había que buscar otra explicación a lo sucedido. Solo se me ocurrió que un compañero de oficina hubiera querido gastarme una broma (ahora tendría que averiguar quién había sido el gracioso y esperar la primera oportunidad para desquitarme). Lo extraño es que en todo aquel tiempo, hasta que el paraguas salió despedido, el murciélago no se hubiera movido, pero puede que estuviera esperando a que se hiciera de noche, y aunque dentro del paraguas estaba oscuro, no deben ser unos bichos estúpidos y seguro que saben cuándo es el momento indicado para volar y cuándo tienen que permanecer quietos. Aquella noche soñé que me encontraba en los vestuarios del estadio. Vestía un gastado  traje  de cazador de safari  y sostenía entre las manos un salacot tan agujereado como un colador. Estaba solo y un silencio espeso envolvía todo. No sabía qué hacer. Si debía esperar o salir afuera. De pronto, una bandada de murciélagos irrumpió en el vestuario y empezó a dar vueltas sobre mi cabeza. Intenté asustarlos agitando los brazos, pero solo logré que volaran un poco más alto. Impotente, les arrojé el salacot, que impactó contra uno de ellos. Cayó a mis pies sacudiendo las alas penosamente. Unos segundos después, estas se transformaban en dos brazos que dieron paso al cuerpo  de una hermosa mujer  que abrió los ojos y me dirigió una  mirada intensa. Nunca nadie me había mirado así. «¿Cómo te llamas, amigo? ¿Qué quieres de mí?», preguntó con voz delicada. «Que te quedes a mi lado para siempre»,  respondí, sin apenas pensarlo. Sonrió como si hubiera oído lo mismo muchas otras veces, antes de convertirse otra vez en murciélago y salir volando fuera del vestuario. El resto de murciélagos lo siguió y yo  quedé de nuevo solo.  Soy un hombre nervioso y extraño, y algunos pensarán que estoy loco cuando digo que ella  espera que llegue la noche en alguno de  los  huecos de las paredes del estadio para volar fuera y que, al hacerlo, acabará reconociéndome y mostrándose otra vez en su apariencia de mujer, porque sé que los sueños son solo parte de  una realidad posible y desconocida que la razón no admitirá nunca. 

Basado en la fotografía del artículo ‘La Cultural y Deportiva Leonesa y mi tío Agustín’ aparecido en LNC el 19 de abril de 2022

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