Cuando circuló la voz –mejor graznido– de que en la catedral estaban colocándose unos andamios alrededor del ábside, algunos creyeron que pronto se produciría el momento durante tanto tiempo esperado: el de nuestra merecida vuelta. Corrieron toda clase de rumores. Muchos aceptaron como buena la versión de que el cabildo había ordenado instalar una cantidad suficiente de nidos en los mismos lugares que antaño ocupamos nosotros, los grajos, consustanciales al templo y a quienes los estudiosos conocen como «corvus frugilegus», y desde donde aportábamos una nota de color a aquel rincón privilegiado de la ciudad. Los nidos serían fabricados, según los que hicieron correr el rumor, con el asesoramiento de un equipo de expertos naturalistas, con la capacidad suficiente para recoger los cuatro o cinco huevos de nuestras puestas, a los polluelos, a la madre y un espacio sobrante que permitiera moverse con holgura, sin estrecheces como antes. Aunque se habría optado por un material artificial, no notaríamos ninguna diferencia respecto a los nidos a los que estábamos habituados, hechos con ramitas, hojas y hierba. Incluso se comentaba que nos encontraríamos mucho mejor, ya que ahora los nidos no retendrían el agua. En invierno absorberían los rayos del sol y mantendrían el calor para las frías noches, y durante el verano, gracias a una propiedad especial de aquellas fibras sintéticas, podríamos aislarnos del ardiente calor de algunos días. Jauja, para que nos entendamos.
Nunca es tarde si lo que se trata de corregir es un exceso imperdonable de soberbia. El cabildo, asesorado por algunos miembros del ayuntamiento, de asociaciones culturales y de gente de diverso pelaje, nunca mejor dicho, determinó, con la excusa de que nuestra incesante actividad dañaba la estructura del templo, erradicarnos como una plaga indeseada. La motivación última era, sin embargo, un cambio lamentable de sensibilidad; la perniciosa idea que se había adueñado de esos gestores de que nosotros contribuíamos a dar una imagen siniestra, no deseada, de un espacio reservado a la luz y no a las tinieblas, a las que de algún modo se nos asociaba. Pensando en la posibilidad esperanzadora, pero remota, de ese propósito de enmienda, emprendí vuelo en dirección a la ciudad una mañana de niebla para ver con mis propios ojos de qué iba todo aquello e informar, después, a mis congéneres. Sacudía las alas rítmicamente, con la exacta precisión de una máquina entrenada en aquel rutinario quehacer. Dejé atrás La Candamia, sobrevolé algunos prados desdibujados por la niebla, hasta que escuché bajo mí, elevarse al cielo, el ruido sordo de los motores de los coches. Me encontraba en una zona de casas bajas y descendí con la esperanza de orientarme. No lograba distinguir nada y, sin darme cuenta, crucé la ventana abierta de un balcón y me estrellé contra la pared de una habitación, iluminada por una modesta lámpara. Cuando quise recuperarme y volver afuera, la ventana se cerró y yo quedé atrapado en un lugar desconocido donde me estudiaban dos ojos asombrados de niño.
Me resistí con todas mis fuerzas a sus intentos por cogerme, pero cuando en la habitación entró una mujer adiviné qué me esperaba. Me arrinconaron entre un aparador y un armario y la mano del niño acabó cerrándose sobre mí. Me llevaron a la cocina y me encerraron en una caja de cartón, donde agujerearon algunas aberturas para que pudiera respirar y me llegara algo de luz. Desde una de ellas miré fuera. Debía tratarse de una familia humilde, que vivía de alquiler, sin demasiados recursos. Apenas una mesa, tres sillas y un armario de cocina bajo un calendario con unos corderitos. Sobre la mesa descansaban tres platos de cristal, los cubiertos y tres vasos con agua. Después me entretuve observando a mis captores, ajenos uno al otro. Escuché el ruido de una puerta y poco después apareció un hombre vestido con un traje modesto de oficinista, pero bien conservado. Antes de que el niño dijera nada, ya había mirado el interior de la caja y se había formado una idea sobre mí, que no me pareció demasiado tranquilizadora por el mohín que torció su boca. Se dirigió a la puerta contrariado. «Cuando vuelva esta tarde, no lo quiero aquí, vosotros veréis qué hacéis con él», dijo al salir. Cuando regresó a la cocina había desaparecido el traje, ahora vestía una sencilla ropa de estar por casa que le daba un aspecto más cercano. Traía algo envuelto en un trozo de papel amarillo. Lo desenrolló y volcó su contenido dentro de la caja. Unos granos de trigo cayeron entre mis dos patas. Aquel presente –uno de mis bocados preferidos– sacado quién sabe de dónde, hizo que experimentase un sentimiento de gratitud por aquel extraño. Engullí los granos mientras la mujer servía una sopa humeante. Al terminar de comer, la mujer cogió la caja y se dirigió al balcón. Metió la mano y me atrapó con delicadeza. Dejó que su hijo me cogiera, abrió la ventana y se hizo a un lado. Al soltarme, salí volando. La niebla había desaparecido. Apenas cien metros más allá se encontraba la catedral, pero sin andamios a la vista. Lo que sí había era infinidad de grajos moviéndose alrededor del templo, graznando, como el día de la creación, dando gracias al Sumo Hacedor como entonces. Aquello resultaba inexplicable. ¿Volvía a soñar uno de mis sueños preferidos? Era poco probable, porque la sensación de estar volando resultaba demasiado real. Repasé lo ocurrido desde que dejé mi nido acogedor aquella mañana. Entonces recordé el calendario en la pared de la cocina. Era de varios años atrás. Perdido en la niebla, debía haber viajado hasta aquel pasado que no dejaban de evocar quienes guardaban memoria de lo que fue y dejó, un buen día, de ser. Ahora tendría que esperar, armado de paciencia, en cualquier nido abandonado, a que en otra mañana de niebla se ajustase el mecanismo que me devolviera a mi tiempo, a mi embajada sobre la finalidad de aquellos misteriosos andamios de los que algunos hablaban –mejor graznaban– sin descanso.
Basado en la fotografía del artículo ‘Kafka o la Catedral de Santa María de Regla’ aparecido en LNC el 13 de mayo de 2020.