Elena, una de mis primas, me regaló, cuando cumplí dieciséis años, una modesta cámara Werlisa, aunque muy práctica, y con ella hice mis primeras fotografías artísticas en el pueblo: paisajes machadianos, vistas de la estación, el cementerio nuevo... Y con la misma Werlisa, recuperada del fondo de un cajón, me proponía, muchos años después, retomar una práctica olvidada en el punto que la había dejado. Pero habría que remontarse a mis doce años para establecer cuándo tuve por primera vez una cámara entre mis manos. Mi padre, no recuerdo cómo, se había hecho con una verdadera pieza de museo, una cámara Kodak antigua de fuelle, con un rollo de doce tomas. Más pesada, en comparación a la manejable Werlisa, había que enfocar el objetivo con la ayuda de la lente, una diminuta lupa rectangular, separada del objetivo y del cuerpo de la cámara. Su interior albergaba el rollo de película, como cualquier otra cámara, aunque los negativos eran de dimensiones considerables, nada menos que 6x11. Localizado el tema que se deseaba perpetuar había que empujar una pieza metálica, que aún ignoraba que se llamaba obturador, en dirección descendente. Todo un ritual que practicaba en el patio de casa con resultados desalentadores, al menos hasta que un curioso compañero de mi padre me inició, una soleada mañana de domingo, en el noble arte de la fotografía en blanco y negro. Hombre con una altura superior a la que se estilaba entonces, un ramplón término medio de un metro setenta, tenía además otra notable cualidad para admirar a un adolescente como yo. Se trataba de un modelo caracterológico que se podría inscribir en el de un vago esbozo de ‘gentleman’. Aquel tipo, simplemente un hombre singular en una coyuntura poco favorable a ellos, fue el encargado de explicarme cómo funcionaba la Kodak y poder sacar así un mayor partido de ella. Si bien tenía solo una ligera idea de la estructura de la cámara, actuaba como un consumado retratista. Me explicaré. Mi iniciador apenas prestó interés a todo lo que se refería a las cuestiones técnicas, sino que en su demostración se centró en la adecuada elección del tema, el marco que debe envolver a la fotografía, y, sobre todo, trasmitir qué implicaba el acto especial de ‘retratar’.
Como todos saben, los primeros fotógrafos tenían el hieratismo de una cariátide (escuela francesa). Pero nuestro hombre era de la escuela inglesa en todo. Inoportuno, locuaz en exceso y exagerado hasta provocar una instintiva prevención hacia él. Además, creo que le lloraban los ojos (azules, me parece también recordar, para rematar el parecido con un inglés). Con la obsequiosidad, que quiere resultar entrañable, del que incumple sistemáticamente su palabra, se dignó por fin acercarse por nuestra casa, después de infinitos aplazamientos. El ‘tema’ sobre el que iba a desarrollar sus enseñanzas era mi hermana, niñita aún, en el jardín de casa. Yo me encargaba de hacerla reír, sentada muy señora en una sillita, mientras él, tras comprobar con aire profesional que todo estaba a punto en la cámara, recomendaba, educadamente, pero sin dejar de sacudir como un molino de viento los brazos, a mi madre que colocase mejor a su retoño, en una posición que resultase fotogénica. Por fin dejó de agitar aquellos largos brazos de incurable delgadez, de inclinar la cabeza en una y otra dirección como un péndulo, e intentó tranquilizarnos –si teníamos alguna preocupación era que rompiese alguna rama de los tiernos rosales–, asegurándonos que todo se estaba desarrollando tolerablemente bien, dando a entender que disculpaba nuestra irremediable torpeza para asimilar el mensaje que deseaba comunicarnos, pero, aun así, corrió el obturador queriendo también dejar algo patente: que si no estábamos a su altura, él había intentado que no nos sintiéramos demasiado incómodos por ello.
Pero si una cualidad adorna a los ingleses, y subsidiariamente a quienes les toman como modelo, es la de hacer frente a la adversidad con la cabeza en alto. Sacudido por una repentina inspiración, me pidió que cogiese a mi hermana en brazos para una última toma. Ahora se encargaba mi padre de hacerla reír –ella era generosa con nuestras gracias–, y repitiendo fielmente el ceremonial anterior –desplazar en todas direcciones sus brazos y dejar caer la cabeza con la solemnidad de un césar en dirección a la lupa–, después de indicar, con un simple gesto, dónde debía situarme, ejecutó la nueva sentencia de su verdad última con otro desplazamiento del obturador: en realidad no nos merecíamos disfrutar de su singularidad, y tan pronto como se encontrase con gente más civilizada, iba a ajustar cuentas con nosotros, los Carrasco (sus escogidos amigos aguardarían, tomando un vino, algún chascarrillo de su genio mordaz sobre su visita a nuestra casa). Se despidió mucho menos ceremonioso que a su llegada, y quizá por su papel de valedor de mi padre en la Comandancia –aval que me pareció quería hacer extensible a mi madre y a mí, además de a mi hermana cuando alcanzase la edad de ser educada en las normas de la más escogida urbanidad–, se dignó invitarle a que le acompañase hasta Casa Benito (invitación que mi padre aplazó para otro domingo). Al desaparecer, lo imaginé en dirección al Húmedo, como alma que lleva el diablo, alejándose raudo de nosotros, siguiendo el mismo camino que hacía yo para ir a los maristas, en dirección a Casa Benito, para mí un espacio anodino más de mi recorrido, pero para él punto señalado de arranque con sus cofrades de la ronda dominical de vinos y tapeo. Mientras guardaba la cámara y memorizaba las enseñanzas recibidas, creí verle llegar a la taberna y, antes de entrar, dirigir una mirada victoriosa a la escalera que dejaba atrás, respirar profundamente para llenar sus pulmones de aire, posar sus ojos llorosos, algo incrédulos, en la hornacina de la Inmaculada y desplazar un obturador imaginario para retratar aquel momento fugaz, como la luz amortiguada que iluminaba los soportales y ensalzaba su figura distinguida, dándole una dimensión de épica cotidianeidad absoluta.
Basado en la fotografía del artículo ‘Los números o las escaleras del casco histórico’ aparecido en LNC el 15 de abril de 2020.