El bulto

Un cuento de José Javier Carrasco

José Javier Carrasco
23/08/2025
 Actualizado a 23/08/2025
Plaza Guzmán El Bueno |  MAURICIO PEÑA
Plaza Guzmán El Bueno | MAURICIO PEÑA

"Miró un león blanco de piedra y posó el pie, sin ninguna seguridad, en el comienzo del puente, que terminaba en una plaza. No le gustaban las estatuas de animales, le recordaban a algunas de sus pesadillas. Observó el curso de agua sucia y mansa que discurría abajo. Hace un mes no hubiera dudado en dejarse caer. La muchacha con chándal gris que se alejaba a la carrera por el sendero de tierra que bordeaba el río, seguida por un perro, se detuvo cuando este ladró. Volvió la cabeza hacia el puente y siguió corriendo. Llegó a la plaza. Sobre un pedestal la figura de un caballero medieval, que dejaba caer un puñal a sus pies, le produjo el mismo efecto que el león de piedra. ¿Por qué había elegido aquella ciudad para empezar de nuevo? ¿Porque su nombre equivalía al del signo zodiacal de ella?..." Releyó lo que llevaba escrito. ¿No sería mejor prescindir de las dos últimas frases y buscar otra razón menos rebuscada para la elección de su personaje? De momento no se le ocurría nada. Había pensado en contar la historia de alguien al que su novia ha puesto en la calle, ¿pero, resultaría creíble un sin techo con ideas suicidas que desea empezar de nuevo en una ciudad desconocida? Todo resulta creíble, se respondió, si se sabe contar, si damos con la tecla adecuada. Pero tenía un mal presentimiento, que aquella historia se frustraría, que se acabaría mezclando su situación con la del personaje, y eso nunca funcionaba. Hacía también menos de un mes que se había presentado en urgencias del hospital para que le hicieran un lavado de estómago. Después de tomar dos cajas de tranquilizantes que encontró en el botiquín de la casa de sus padres, aprovechando que habían ido a pasar el fin de semana al pueblo, subió a su antiguo cuarto, se desnudó y se acostó a esperar que hiciera efecto el cóctel. Cuando empezaba a adormecerse pensó que era un completo irresponsable. Su madre sería la que le encontraría y nunca podría superar aquella imagen, la de su hijo inmóvil, desnudo sobre una cama sin deshacer. Se vistió, echó a correr y un cuarto de hora después cruzaba la puerta del hospital. Le dio tiempo a contar a una enfermera lo que había tomado, antes de perder la consciencia y sumergirse en el anticipo de una nada liberadora.

"La figura de Guzmán el Bueno, el héroe de Tarifa, permanecía bajo un saco de arpillera para no provocar altercados, hasta el día de la inauguración de la estatua. Hasta entonces, nadie más posaría la vista en la obra del escultor Aniceto Marinas. Los que la habían visto, la encontraron indigna de la ciudad. Temiendo un incidente si la dejaban al descubierto, las autoridades decidieron cubrirla, ocultarla cual pecado nefando, y mandar que un guardia vigilase la plaza durante la noche. Eso es lo que él hacía allí, vigilar atentamente un oscuro bulto informe sobre un pedestal como si pudiera salir volando; en cuyo caso, tendría que impedirlo de alguna manera, quizá abrazándose a él y salir volando también. No, el bulto no iba a salir volando, pero a alguien se le podía ocurrir derribarlo. No se podía saber lo que pasaba por la cabeza de los que se acercaban a mirar si ya habían quitado el saco y se quedaban charlando y murmurando a la luz turbia de las farolas. Poco podría hacer él solo si se amotinaban y decidían derribar la estatua o cualquier otro desmán, pero sus superiores consideraban que la presencia de un testigo uniformado bastaría para disuadir a los inconformes. Al menos no hacía frío y las noches eran agradables. El sueño tampoco era un problema, porque él estaba acostumbrado a dormir poco. Se acostaba y permanecía la mayor parte de la noche con los ojos abiertos, mirando el techo y repasando lo que había hecho durante el día. A veces, si recordaba algo gracioso, sonreía. A lo de dormir poco contribuía su tiempo como sereno en Madrid. En Madrid, ya se sabe, un gallego, o es pescadero o sereno. La verdad es que había desempeñado muchos trabajos a lo largo de su vida, pero casi todos de noche. El que le dejó mejores recuerdos fue el de panadero en una tahona, la Viena Capellanes. Había buen ambiente y a nadie le importaba que siempre anduviera gastando bromas (algunas pesadas, hay que reconocerlo). De madrugada, terminado el trabajo, se dirigía al Retiro y paseaba entre los árboles, sin testigos, las penas de amor que le habían merecido el apodo de la Paquilla. Pero ahora todo aquello era agua pasada. Estaba asentado y podría haber dormido a pierna suelta si no fuera que vivía al lado de la estación, y los trenes, con sus molestos chirridos, le desvelaban..." Después de releer el nuevo intento de dar forma a un relato que incluyese alguna referencia a la estatua de Guzmán el Bueno, le pareció que era una historia más optimista que la primera. La alusión a la panadería de la familia de Pio Baroja y al apodo de uno de los personajes de su cuento ‘Los panaderos’ quizá sobraban; nunca se sabe cómo pueden tomarse algunos lectores quisquillosos determinadas connotaciones metaliterarias, pero quien no se arriesga, no gana. Pensó que era el momento de prepararse un té y situar la narración en su tiempo histórico (no descartaba teletransportar al guardia al presente, en el que tantos deciden salir del armario y vivir libremente su vida).

Mientras hervía el té, recordó la mañana que dejó el hospital después de su fracasado intento de suicidio. Fue a buscarle su padre y no lo hizo en coche, quería que pasearan juntos. Le acompañó hasta la puerta de casa y durante todo aquel tiempo no dijo nada. Le miraba de vez en cuando y respiraba más hondo. Al despedirse le dio un abrazo y le susurró al oído: "La vida tiene también sus cosas buenas, como este paseo, procura fijarte solo en ellas".

Basado en la fotografía del artículo ‘Sobre héroes y viajes en tren’ aparecido en LNC el 22 de marzo de 2022

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