Inclinado sobre la masa informe, que fluye libre y pausada del orificio del tanque, se interroga, cuando se aproxima a olerla, por el sentido de su acto. La pregunta carece de respuesta, pues la olvida apenas la ha procesado, y la sensación que capta con su delicado olfato no debe ser por entero agradable, ya que se aparta con un gesto de instintivo rechazo. La masa semeja al látex. Acerca la varilla metálica que sostiene y hurga durante unos segundos hasta alcanzar el centro del fluido. La extrae con meticuloso mimo impregnada de materia rezumante y la acerca a la balanza hasta que se libera de su carga. Son cuatro gramos. Ahora chupa la varilla y siente un éxtasis merecido. Hace un gran esfuerzo para no asociar su placer a nada en concreto y mantenerse ajeno a la sensación de incierta amenaza que le produce la varilla al resbalar por su lengua rasposa, como la de un gato. Apenas alcanza el metro de estatura. Es uno de los últimos homúnculos creados en el laboratorio del capitán Ors. El único con ojos amarillos y una piel sedosa que recuerda el color del cinabrio. Apesta al olor sofocante de la nafta especial que manipula. Le han bautizado con el nombre de K 2; tiene derecho a moverse por los niveles superiores de la nave, además de libre paso por los subterráneos, y sabe orientarse sin necesidad de recurrir a los planos. Le han confiado una tarea, sin embargo, de poca importancia, aunque la nafta es uno de los elementos constitutivos de los registros de procesamiento de Hipnos, el ordenador central de la estación que navega en dirección al planeta Kali.
Del control de Hipnos, bajo la supervisión del capitán Ors, se encarga la doctora Germana V, una androide de última generación, que desempeña esa tarea a la entera complacencia del capitán. En esa fiel replica de una mujer no falta ni la ilusión de dos pezones bajo su uniforme gris, de resplandeciente y fino amianto. Sus ojos son dos turquesas que taladran la conciencia de los cien homúnculos que viajan a bordo de la nave, sin dejar resquicio de sus mentes elementales que calibrar y valorar adecuadamente. Hipnos está en las mejores manos artificiales desde que se recuerda. Y ya son, con este, once viajes los realizados por la doctora Germana V en distintas naves con diferentes capitanes y ese mismo ordenador. La estación que se desplaza en dirección a Kali consta de tres plantas y dos subterráneos ocupados por los homúnculos (el inferior dedicado a sus aposentos y el superior a lugares de esparcimiento). La primera planta es la superficie donde reina Ors, con su laboratorio y habitaciones en el centro del invernadero, que sirve de despensa a la nave. La segunda se utiliza para almacén de las pilas atómicas que impulsan la nave, a la que esta yuxtapuesta la sala de los motores, y un recinto donde viajan a Kali, criogenizados en cilindros, los colonos, que serán devueltos de un imperturbable descanso sin sueños cuando la nave alcance su destino. Mientras que la tercera planta la ocupa Hipnos. Allí tiene su centro de operaciones la doctora. Un acogedor capullo de seda, imbricado de nexos, desde donde Germana V dirige a Hipnos, como un hábil jinete a su montura, en una armoniosa concatenación de funciones automáticas. Cuando no hay nada que hacer, la androide permanece inmóvil, como una fría estatua en el interior de un museo, ante la pantalla, con sus ojos de turquesa siempre abiertos, quizá soñando que es una mujer real.
En las tres plantas hay un espacio destinado a las intervenciones de urgencia de los homúnculos que sufren un accidente durante el desempeño de sus tareas. Si alguno de ellos muere es arrojado por Ors, sin más, en las horas de descanso, a los tanques, de los que escapa el fluido con el que trabaja K 2. De ahí, quizá, la repugnancia instintiva que le produce el sabor de la nafta. Aunque ignora la causa de su asco, en su débil conciencia la verdad va abriéndose paso poco a poco a medida que la nave se aproxima a Kali. El homúnculo, al descubrir qué ha estado lamiendo, sintiéndose terriblemente culpable, decide confiarse a Germana V. Alarmada, la androide advierte al capitán Ors que, en aquel estado de abatimiento, K 2 supone una amenaza para la seguridad de Hipnos. El capitán decide darle una nueva oportunidad en el invernadero, confiando en que el cuidado de la plantación de cannabis le devuelva el deseo de vivir. En una de las ocasiones que K 2 lametea con su lengua rasposa la flor de una planta de marihuana, ve cómo la compuerta de salida de la estación se abre. Han llegado a su destino. Intrigado, K 2, mira a izquierda y derecha, preguntándose qué le puede aguardar afuera si decide aventurarse en aquella luz fría y seductora que envuelve a la nave. Decide dar un paso al frente y tantea con pies inseguros la superficie de Kali bajo un cielo esplendorosamente azul. Descubre que puede respirar aquel aire que arrastra aromas difíciles de identificar. Ante él se extiende un muro de ladrillo en el que han escrito su nombre y el de Ors, en la caligrafía bárbara y llamativa que utilizan los dibujantes de grafitis del planeta Kali –un arte urbano del que le ha hablado el doctor Ors, para hacerle más ameno el tiempo pasado en el invernadero–, y con los que deben querer darles la bienvenida. Al fondo, se elevan dos torres góticas –otra curiosidad de algunas construcciones especiales de Kali, escuchada al doctor– que le recuerdan las turbinas de los motores de la estación, sobresaliendo sobre los edificios de una ciudad aún dormida que parecía esperarle, invitándole a escapar de donde un día tendrá que convertirse en nafta. Una ciudad más de un planeta habitado y remoto, donde quizá, con un poco de suerte, no se recicle a los muertos y sea bien recibido, como un amigo especial.
Basado en la fotografía del artículo ‘Graffitis o el arte que sale a nuestro paso’ aparecido en LNC el 4 de marzo de 2020