Dispone la manguera de tal modo, que la salida del agua sea uniforme; la mantiene a la altura de la cadera y dirige el chorro al frente, a ambos lados y hacia los pies. Los movimientos repetitivos de la manguera se suceden exactamente durante los diez minutos que dura la sesión. La expresividad del regador es solemne, pero no excesivamente dura, más bien imperturbable, sin apenas reflejar en su cara las variaciones de la dirección en que dirige el agua ni mostrar ningún sobresalto por los cambios de sonido al caer el chorro sobre diferentes superficies: rosales, margaritas, dondiegos de noche, la parte del patio con cemento... Al lado del regador una escoba casi nueva. Su finalidad está aún por determinar. Si el regador repasa las superficies susceptibles de ser barridas y arrastra con el agua todo lo que hay sobre ellas, ¿para qué desea la escoba? El regador, con la misma solemnidad con la que ha irrumpido la primera vez en el patio, desaparece en el interior de su vivienda y corta el agua. Un silencio inesperado, igual de solemne que la anterior expresión seria de su rostro de rasgos orientales, desciende sobre lo que ha dejado atrás. El regador regresa, parece que a su pesar, a la luz exterior; los minutos que ha permanecido dentro le obligan a entrecerrar los ojos. Ha perdido su solemnidad: la dignidad sacerdotal de su primera aparición se ha transformado en la modesta actitud de un auxiliar en su propio rito. Como para justificar su presencia otra vez fuera, el regador apura el agua que pueda quedar en el interior de la manguera, sacudiéndola impaciente. Se diría que quiere acortar su permanencia en la luz, que el tiempo pasado en el interior de la vivienda hubiera roto el automatismo de su estrenada jornada y que solo la esperanza de recibir del exterior una indicación que le reintegre a la normalidad de su rutina diaria, le mantiene allí, sacudiendo la goma. Ahora, el regador, tras doblar el mantel de la mesa para llevárselo dentro de la vivienda, apoya la escoba, con cierta vergüenza de estafador, por no haber podido darle ningún cometido, junto a la puerta. A continuación se desliza de nuevo dentro de la vivienda, antes de regresar inesperadamente y colocar sobre la mesa –ha cambiado de idea– el mantel, para por fin desaparecer, ya de forma definitiva, tras cerrar la puerta, con la manguera enrollada, y dejar la escoba donde estaba.
Como el regador solo usa su vehículo para desplazarse fuera de la ciudad, el viaje en dirección al trabajo se realiza andando. No es difícil imaginarlo subiendo, concentrado y resuelto, la calle Alcalde Miguel Castaño, dirigir, al rematarla, una mirada distraída al Jardín de San Francisco; deslizarse con cautela ante el surtidor de gasolina, convencido de que lo mejor sería trasladarlo a las afueras y evitar así un posible y nefasto accidente; cruzar la calle Independencia y pasar, apresurado, el paso de peatones hasta situarse bajo el mástil con la enseña de Correos que se eleva escueto, como una señal orientativa desproporcionada, al comienzo de la rampa, que le dejará en el interior de un edificio tan kafkiano como él mismo. Bastará avanzar para traerle de nuevo a casa por idéntico camino, con la única variación de verle respirar con fruición el aroma a café que escapa de la cafetería Ágora, que en su camino de ida no estaba abierta. Hoy, al llegar, apenas ha corrido la puerta del patio, decide inmediatamente cerrarla. Normalmente sirve de justificación para abrirla su vuelta a casa, pero esta tarde, por algún motivo, esa razón no le parece suficiente. Sube a la vivienda y sin levantar la persiana de la cocina, cosa extraña, coge la bolsa de basura, baja las escaleras furtivamente antes de abrir, ahora sí, todo lo que da de sí la puerta del patio y, tras retirar al interior del bajo la escoba, deposita la bolsa, hasta la hora de volver a salir, sobre la parte de cemento, en un espacio ajeno al logos doméstico. Aquel espacio que el padre y la madre, no obstante, antes de irse a vivir al pueblo, sembraron con hierba y embellecieron con rosales a los que cuidaron y mimaron, y donde no se ha introducido otro cambio que añadir las margaritas y los dondiegos y sustituir la mitad de la hierba por cemento, sobre el que se ha colocado la mesa cubierta por el mantel y las sillas rodeándola, a la espera de un invitado que no se decide a llegar.
Desde hace una semana, al anochecer, el regador habla por su móvil alrededor de media hora. Situado en la ventana de su cuarto, en una penumbra acogedora y apoyado en el alféizar, la mirada dirigida ensoñadora a los patios. Con la expresión relajada y un tono también relajado, en el que apunta por momentos el ácido humor de una inteligencia madura y desengañada, se entrega a un juego de preguntas y confidencias motivadoras. Los silencios abiertos invitan a los vecinos a imaginarse, a medida y gusto de cada uno, las respuestas ofrecidas al otro lado, a sumarse a la onda expansiva que caracteriza a algunos enamorados talluditos que necesitan testigos de su relación. Tras despedirse con delicadeza de su interlocutor, mientras se producen en el patio los cambios habituales de una bombilla que se enciende o se apaga, junto al sonido familiar de fondo de un aparato de radio o televisión contando lo de siempre, el regador hace balance de una jornada, en la que, si no todo se ha desarrollado a pedir de boca, al menos ha transcurrido por unos cauces aceptables. Después podrá irse a dormir y caer en un sueño cada día más inmediato y definitivo, aunque no profundamente reparador, en el que suele verse trepando por el mástil resplandeciente de Correos, aferrado a él, como si se tratara de una cucaña resbaladiza, al final del cual le espera la ansiada recompensa de un gorro frigio sobre una calabaza seca.
Basado en la fotografía del artículo ‘El mástil o el edificio de Correos’ aparecido en LNC el 6 de mayo de 2020.