Iba tan ilusionado que me imaginaba que él mismo, Antonio Pereira, o en su defecto Úrsula –su esposa–, abriría la puerta a mi llamada, tal y como lo hicieron en otras ocasiones. Pero no, claro. Me recibió David Santamarta, uno de los suyos, con esa enorme paciencia que, incluso a la luz de una vela, es capaz de mantener en plena actividad productiva esas tardes oscuras y frías de los inviernos leoneses. Para hablar, nos sentamos, nos levantamos, recorrimos las distintas estancias, miramos por las ventanas y…
Yo continuaba, en mi memoria, estando al lado del maestro, suspirando por alcanzar en la lejanía la misma puesta de sol, justo en la dirección en la que se encontraba su Villafranca del Bierzo.
–Mira –me dijo Antonio aquella última tarde.
Y lo que yo veía desde su tercer piso era un oasis en medio del asfalto. Árboles que agitaban las hojas para adornar la fealdad de una estación de autobuses, anclada en medio de un desierto incómodo. Y sentía, eso también, los latidos de la nieve y hasta los aullidos de los lobos por encima de las aguas del río Bernesga, tan cercanos que –tal era mi convicción– parecían regar los sueños constructivos de una metáfora tras otra. Eso creía. Aquella era la fuerza y el gran poder –lo aseguro– de sentirme arropado por la sombra de uno de mis dioses literarios vivos, tal vez el único por ser tan cercano.
– Siéntate aquí, que estarás más cómodo –me ofreció una de sus sillas, mientras se disponía a escribir aquellas dedicatorias que llevaban en su tinta una luz especial.
«Para el propietario de este libro (y con una flecha señaló el exlibris con mi nombre) tan próximo a mis afectos», dejó escrito en sus ‘Cuentos de la Cábila’. Libro que hoy he vuelto a coger y a abrir y, con él, a emocionarme leyendo, tan solo, el primer párrafo: «Mi padre era económico, no digo tacaño, y si en casa había que coger el tren se viajaba en tercera. Por eso fue una fiesta la vez que los dos cenamos en el vagón-restaurante, como un par de personajes». Emocionado, sí, al comprobar su capacidad de decir tanto con tan pocas palabras. Por eso…

A Antonio Pereira le admiraba por ser quien era, pero también por cómo era. Era una persona con mucho ingenio que brillaba, aún más, cuando su ternura y buen humor salían por delante de él abriendo paso. Le admiraba por su buen hacer literario, por supuesto, y le apreciaba tanto como la persona afable, que lo era, que no sabría definir ni el principio ni el límite de nuestra tardía amistad. El caso fue que…
Antonio, bien se sabe, se marchó a contar sus cuentos en los filandones de otras dimensiones el 25 de abril de 2009. Ausencia irreparable, sí, pero su recuerdo permanecerá entre nosotros para siempre en sus libros de poesía y narrativa (cuentos, novelas y diarios) y también, cómo no, en el interior de esta su Casa-museo. «Aquí –dijo, por si había alguna duda– es donde tengo más libros, el completo de gafas para según la distancia, las zapatillas más amorosas». Ay…
Fue un privilegio volver a pisar por encima de sus huellas creativas y de los andares en vida de él y de su compañera Úrsula, de los dos, en esta casa-museo que en la actualidad gestiona la Fundación de Antonio Pereira, vinculada a la Universidad de León, con sede en el edificio de la Biblioteca Central San Isidoro, del Campo de Vegazana.
– Dime, David, ¿sabes cuál fue el primer libro con el que inició su particular biblioteca?
Y David, cómo no, lo sabía:
– Su primer libro, el Quijote, se lo regaló su madre en su décimo cumpleaños. Espera…
Y David, tras alcanzar uno de los tomos de las muchas estanterías, traía en sus manos una reliquia, un tesoro.
– Mira –me dijo–, aquel Quijote no fue el único. Este forma parte de una colección, compuesta por otros tres tomos. Fue impreso en el año 1738 y posee unas excelentes ilustraciones. Toma y disfruta de él sin miedo.

Y miedo, la verdad, tenía: a que se me cayera de las manos, a que surgiera un contratiempo, a que la humedad de las yemas de mis dedos dejara una mancha permanente, a… Sin embargo, eso también, al soportar el peso de aquel viejo libro, un escalofrío recorrió mi espalda, dejando allí el dibujo de una emocionante ilusión: estaba tocando uno de esos raros ejemplares con los que, sin duda alguna, mi buen maestro Antonio Pereira disfrutó en su momento. Y eso, para mí, era un verdadero milagro, pero aún había más. Más milagros, como aquel que descubrí fijándome en una de sus estanterías. Allí descubrí varios ejemplares de la colección ‘Los libros de CamparredOnda’, dirigida por mí.
– ¿Puedo? –le pregunté a David.
– Por supuesto, estás en tu casa.
Y con cuidado, como queriendo preservar los silencios entre tantas voces de tinta, saqué uno de ellos –allí había varios de esa colección que tanto aprecio y con la que por tanto amor he sufrido– para descubrir que ‘Los límites de la memoria’, de Alfonso García, formaba parte de la biblioteca de tan genial escritor. ¿No os parece un milagro? Para mí lo es. Pero… ¿aún había más?
Joaquín Otero Pereira –director de la fundación– llegó justo a tiempo de alumbrar aquella tarde con su presencia. Nos saludamos y… David, mientras tanto, corrió raudo a consultar en uno de los ordenadores para confirmarme que:
– Varios de tus libros forman parte del legado de Antonio. Ahora bien, no están aquí. Se encuentran en su sede, en el edificio de la Biblioteca Central San Isidoro, del Campo de Vegazana.
Una sorpresa, una maravilla… Un lujo inmerecido encontrar una parte de mi obra en tan excelente caja fuerte. ¿Veis? Mi ilustre maestro era tan sencillo que hasta su bondad llegó a tocar mi alma creativa llena de incertidumbres y, tal vez, con claras deficiencias para alcanzar semejante gloria. Pero ahí estaba. Un milagro, repito.

Suficiente. Lo que me importaba aquella tarde era volver a reencontrarme con los distintos espacios de la casa de un genial escritor y por eso, entonces sí, me fijé más en los detalles. En realidad, la Casa-Museo de Antonio Pereira pudiera ser la de cualquier ciudadano. Bien iluminada, mantiene unos muebles nada opulentos, aunque eso sí, vistosos y con factura propia de los años cincuenta. En las paredes destacan varios cuadros, especialmente de pintores leoneses como Luis Zurdo, Vela Zanetti (leonés de Burgos), Félix de la Concha, Modesto Llamas Gil, Adolfo Álvarez Barthe o, entre otros, Juan Carlos Mestre. Para ser justo, deberé decir también que hay más obras de otros autores nacionales, como un cuadro del pintor Álvaro Delgado, un tapiz de Luis Garrido o una escultura de Manuel Huguet. Y, en el salón, una partitura firmada por Cristóbal Halffter se encuentra en un atril artístico que, de lejos, llama poderosamente la atención, lo mismo que la lámpara. Esta última es una pieza de gran peso que deja en el techo el dibujo de un potente círculo blanco. Lámpara que quiero pensar que Antonio adquirió de su propia tienda y con ello aprovecho para decir que él nunca escondió sus principios para ganarse la vida. «Soy comerciante –decía y también dejó escrito–, me gano la vida vendiendo chismes de electricidad y aparatos eléctricos». Una prueba más de su humildad.
En la Casa-Museo de Antonio Pereira se pueden ver más útiles y complementos, como una de esas radios de tubos enormes, en una vitrina, justo debajo de los premios mayores que recibió: Doctor honoris causa por la Universidad de León (allí se encuentra el birrete), Premio Castilla y León de las Letras, Premio Fastenrath de la Real Academia Española o Leonés del año.

Ahora bien, la estancia que me cautivó (con el fin de que, entonces sí, se obrara el milagro de que las musas del maestro me traspasaran algo de aquella magistral sabiduría) fue la que utilizaba él para sus creaciones literarias, justo al fondo, apartada de todo ruido y con luces a los patios comunes. Allí se encuentran varias de las máquinas de escribir, mecánicas por supuesto, también parte de sus manuscritos y dos de sus muchas librerías; una de ellas con todos los libros que ha publicado y la otra con la Colección Adonáis de poesía, libros de colección que nuestro insigne escritor recibía puntualmente por ser el suscriptor número 13. Increíble.
Terminé viendo dos vídeos. Uno en que el propio Antonio hacía un recorrido por su vida, explicándome (sí, tal era la sensación) que su casa, en Villafranca del Bierzo, estaba anclada «en el barrio de la Cábila» o que su padre mantenía una ferretería «porque aquella gente era trabajadora del hierro». Pero también decía que por tener que usar gafas desde los nueve años, en sus ratos libres, le dio por iniciarse a la lectura, justo en la trastienda de su tío Tomás. El otro vídeo estaba relacionado con el mural de Juan Carlos Mestre, allí expuesto en la sala. Cuadro que tituló ‘Las ciudades de poniente’, con montaje del texto y voz de Mario Obrero. Todo ello precisamente para alabar la obra que Antonio Pereira, con el mismo título, publicó en 1994.
Además de invitaros a recorrer esta Casa-Museo, permitidme, para finalizar, que lo haga con el primero y último verso del poema que el maestro tituló ‘Afirmación de vecindad’, perteneciente al libro ‘El regreso’ (1964): «Soy de una tierra fría, pero hermosa. / Aquí la nieve, la esperanza helada / de que se alumbre cada madrugada / el destino difícil de la rosa». «Yo, con vosotros. Dando cada día / testimonio de cómo entre los hielos / abre el amor sus minas imborrables».
Cuarenta y tres palabras que deberían leerse cada mañana, en voz alta, mirándonos en el espejo.
Gracias, por todo maestro. Tu casa, aun sin ti, la siento viva. Releyendo tus libros me acerco un poco más al lado donde, alegremente, juega la felicidad y gana.