Las caballerías atravesaban el grueso postigo resoplando para aligerar, tal vez, la humedad y el peso del sudor. Y aquel «soooo» sostenido del cochero, ayudado por la tensión de las bridas, detenía los movimientos de los briosos corceles que, sin alas, habían cortado el viento para llegar a León, justo antes de que el reloj catedralicio marcara con sus silenciosas agujas la hora de uno u otro rezo. Los criados, entonces, ayudaban al señor a bajar de la cabina y le confirmaban que su baño ya estaba preparado. En la cocina, mientras tanto, los olores de los sabrosos guisos invitaban al hambre a sentarse a la mesa, y, por las salas de juegos y fumadores, la de las señoras, la del piano o en la biblioteca, los silencios aguardaban a que los actos ruidosos del señor e invitados se hicieran palpables para pintar melodías de vida. Los brindis, las conversaciones, los susurros y los gritos, las risas o las impertinentes toses nerviosas o de catarros invernales…
Al anochecer, las sábanas blancas, en los dormitorios, junto a las mantas de lana virgen y las colchas bordadas, arropaban bajo su piel el pulso del sueño. Y se ponían en tensión –es un suponer– instantes antes de que crujieran las tablas de los chopos al sostener el peso de los cuerpos cansados por encima de los peldaños y suelos de tan largas escaleras y pasillos. Los colchones de lana o de farfolla, los braseros, las escupideras, las bacinillas, las palmatorias, los baúles de viaje, los espejos enmarcados, los útiles de limpieza, el calientacamas de cobre, los crucifijos…

Al día siguiente, lo habitual era que los dedos del sol invitaran a la sangre a mirar y ver. Y era entonces, al separar las gruesas cortinas y abrir las contraventanas, cuando la visión de la catedral más hermosa, con sus pórticos, rosetones y vidrieras, torres y pináculos, se hacía patente antes, mucho antes, de sentir la necesidad de iniciar el día con un aromático café con leche bien caliente. Delante de tan monumental obra, sin duda alguna, allí, se respiraba paz y belleza.
En aquel tiempo lejano, para que nos entendamos, era una casa de lujo, y hoy, guardando las distancias y sin levantar excesivo ruido, se ha convertido en un lugar histórico –en un museo– al que hay que acudir. Su dueño, Segundo Sierra Pambley (1808-1873) –licenciado en leyes, diputado provincial y parlamentario, senador del reino y gobernador de varias provincias–, encargó su construcción en 1848 sobre anteriores edificaciones eclesiásticas. Y, para elevar sus muros, se utilizaron los materiales apropiados: vigas de madera en vertical y adobes instalados en opus spicatum (‘espina de pez’).
Veintidós habitaciones, hoy, aguardan al visitante para que detenga su vista en los más de tres mil objetos expuestos, algunos de ellos adquiridos en tierras lejanas: Francia, Inglaterra o China. Y así, de esa forma tan espectacular, llegaron a esta casa relojes, cuadros, vajillas, cuberterías de plata, telas, muebles o papeles pintados que causaban, y lo siguen haciendo, una máxima admiración.
En el piso bajo se ubicaban –actualmente desaparecidas– las zonas de acceso y servicio, con dos puertas: una utilizada por los criados y la otra por la que pasaban los señores e invitados. Allí, en la planta segunda, la vida se articulaba en torno al comedor de diario, sin olvidar la sala de reuniones, que daba (da) paso, entre otras estancias, a la sala de música. Lugar, este último, donde se encuentra, a la espera de los movimientos de unos dedos, el piano de seis octavas (Fa-1/Fa-6), construido por el alicantino Vicente Ferrer (1804-1856), siguiendo los criterios de la prestigiosa marca inglesa ‘Collard’. Y en la planta principal…
Don Segundo había pensado –y así la diseñó, a juzgar por un dibujo que se conserva del año 1848– que la planta principal fuera dedicada a recepción, estancia y relax de sus invitados de manera protocolaria. Para ello, en las distintas salas y despachos utilizó las novedosas tendencias decorativas procedentes de Francia e Inglaterra. Y el modernismo de la Inglaterra victoriana, aquí, destaca en un detalle que hoy estaría muy mal visto: la separación de las salas femeninas (con su costurero en el centro) de las masculinas, con las salas de fumar y de juegos. En esta última destacan un billar, con las bolas de marfil y los tacos de tejo, y una mesa de cartas, en la que se extienden unos naipes republicanos, de 1868, con las caricaturas de los personajes más notorios de la época: Isabel II, el rey consorte, la monja Patrocinio, el padre Claret o, entre otros, Serrano el general bonito. Satirizados todos ellos desde la óptica liberal.

Piezas de ajedrez, cajas de juego en nácar, pureras, candelabros y velas, despabiladeras con su bandeja, lámparas de araña, reloj de pared y, sobre todo, un mobiliario adecuado: divanes y Voltaires, al lado de la chimenea, para los caballeros, y la sillería, más baja y envolvente, para –así me lo explican– «favorecer las actitudes indolentes que supondrían un descanso para las carnes martirizadas por aquellos corsés con soportes de huesos de ballena». No he de olvidarme, eso tampoco, del mueble costurero –ya nombrado, con todos sus elementos: almohadillas para los alfileres, agujas, bobinas de hilo multicolores, o la cinta métrica– y del bonheur-du-jour (escritorio de uso femenino).
Y con la existencia de otros útiles, en esta misma planta, se rubrica la importancia de sus moradores: escribanías, plumas, pisapapeles, medicinas (homeopáticas algunas de ellas), armas, bastones, libros (con más de 900 volúmenes, pertenecientes a los siglos XVIII y XIX), mapas, polveras, primeras bombillas, chofeta y, sobre todo, el… retrete, capaz de acabar, de una vez por todas, con aquel (sucio) grito de «agua va» (hacia la calle).
Esta casa, con el tiempo, la heredó un sobrino de Segundo: Francisco Fernández-Blanco de Sierra-Pambley (1827-1915). Fue él, ahondando en la higiene personal, el que, en el año 1912, añadió a la vivienda el cuarto del retrete, uno de los primeros inodoros que se instalaron en León, previsto de una cisterna que se descargaba justo «al tirar de la cadena». Los azulejos y las baldosas, especialmente estas últimas, con sus dibujos geométricos, son dignas, cómo no, de destacar. Y ayer, todo junto, era un lujo, y un lujo es hoy disponer de todo ello para poder admirarlo. Lo digo porque esta casa, durante la guerra civil española fue incautada y, aun así, aunque en aquel período algo/mucho fue destruido, ha llegado a nuestros días con la fuerza de un milagro y el cuidado de la Fundación ‘Sierra-Pambley», instaurada por Francisco Fernández-Blanco Sierra-Pambley, asesorado por Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Manuel Bartolomé Cossío. Una fundación libre de enseñanza, con una fuerte historia de amistad, que perdura hasta nuestros días y que, en honor a aquellos tiempos, mantiene en esta misma casa/museo La Sala Cossío. Digna de ver, sin duda alguna, para demostrar el interés de don Francisco por la enseñanza laica. Él fue, hay que decirlo muy alto, el fundador de cinco escuelas: Villablino (1886), Hospital de Órbigo (1890), Villameca (1894), Moruela de Tábara (Zamora, 1897) y León (1903). Bien, pues de todas aquellas actividades selectivas y culturales, la muestra en esta Sala Cossío, con apartados específicos (corte y confección, mecanografía, forjados, carpintería, agricultura o ganadería) resulta ser de lo más interesante.
Obra destacada
Sin olvidar, por supuesto, los papeles pintados, las telas y el famoso retrete, yo escojo la admiración de este cuadro como broche de oro. Se trata de La coronación de la Virgen, una obra flamenca, sobre tabla de roble, realizada por Pieter Coecke van Aelst (1502-1550), pintor de la corte de Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Los personajes principales; la perspectiva empleada (que te acerca a admirar otros planos para llegar hasta el más alejado, y alto, de la colina); los colores vivos (especialmente ese carmesí y sus sombras); esos detalles minuciosos (en el florero, en las partes metálicas del sillón o en el frutero), o ese paisaje inventado como tema pictórico, al menos a mí, me cautivan. Un excelente bombón artístico expuesto –repito– en la casa de don Segundo Sierra Pambley y familia; museo (desde 2006) situado en la plaza de Regla, n.º 4, de León. Sorprendente.