Escribía Sergio del Molino en ‘La España vacía’ que «existir en la memoria es una de las formas más poderosas de existencia que conocen los humanos». Lo que sucede con la memoria es que es un concepto de fronteras difusas y existe como capacidad particular, pero también como identidad colectiva de una tierra cuyo pasado corre el riesgo de ser azotado por el ingobernable olvido. Por eso, cuando aparecen figuras que, sin procurarlo, se presentan como guardianes de la misma, es fácil laurearlos, admirarlos; valorar ese oficio ejercido con firmeza para preservar la que es una de las formas más poderosas de existencia que conocen los humanos.
Quizá hablar de figuras así, en plural, es demasiado generoso, pues no existen demasiadas como la encarnada por Fulgencio Fernández. Lo dice todo el mundo. Y es que, a la multitud de reconocimientos recibidos a lo largo de su vasta trayectoria, se suma la simpatía de la mayoría de leoneses, igual que se sumó este viernes el Premio Concejo de las Letras como una nueva excusa para rendir homenaje al periodista de La Nueva Crónica.
«Ful va sin prisa». Lo dice Laura (Pastoriza), bosquejando la personalidad de un hombre al que, como a todo genio, le acompañan en cierta medida ciertas dosis de caos. Lo dice Laura en la parte trasera de un coche conducido por Saúl (Arén), rumbo a Villablino para grabar uno de los consabidos personajes que han ido construyendo ese legado «literario, periodístico y etnográfico» del tío Ful. Lo dice, en sintonía con el subtítulo de la obra de Del Molino, al comienzo de un breve ‘Viaje por un país que nunca fue’. Uno de tantos.
Asiduos testigos de hazañas fulgencianas, ambos compañeros recogen al periodista donde es habitual: en una rotonda aledaña a La Robla, anterior a esa otra ubicada en Llanos que, por no tener salida, es digna de protagonizar los comentarios jocosos y hasta algún que otro artículo de Fernández. Lleva una mochila algo maltrecha. No pesa mucho. La deja detrás y se convierte en el copiloto.
La escena es ya un ritual. Se repite cada semana desde hace unos diez años: los que han hecho falta para cosechar la nómina de los más de 500 personajes del tío Ful. De la tía Laura también –así se llaman siempre–, pues ha sido compañera de batallas –de aventuras– en el trayecto a los más de 200 pueblos –puede que hasta 300– a los que se han desplazado para retratar, de la manera más pintoresca posible, la provincia de León.
– Hasta a Valladolid fuimos y todo– dice ella.
– Hasta Valladolid: a Foncastín– confirma él.
Allí hablaron con el líder del grupo de folk Los Remeros del Zapardiel. También con un hombre cuya madre empezó a dar a luz en el tren que, por la apertura inminente del pantano de Villameca, trasladó a los vecinos de Oliegos hasta el poblado improvisado que se convertiría en su nuevo hogar. Allí llevaron los vecinos las campanas de la iglesia de su pueblo natal; campanas que hoy siguen sonando en Foncastín.

De todo ello se acuerdan los dos compañeros, que hacen un repaso por algunos de los centenares de historias de vida que han descubierto para descubrírselos también a los demás. Vicente, el de La Uña; Pochi, la matrona de Villablino que asistió el embarazo de unos 3.000 bebés; Aarón, el de Las Bodas, que, «pa’ saber cuántos años tenía, tenía que calcular cuándo había empezado a matar gochos»; Escobar, el de Matallana… Hasta unos vendedores de ataúdes –guarecidos en su propio hogar– que tuvieron la cortesía de regalarle al periodista un cuaderno de condolencias.
– Ful lo llevaba a la lucha– recuerda Laura, que no puede evitar la carcajada.
Los silencios son intermitentes y efímeros. Son muchas las historias que conserva en su memoria el tío Ful. Ni siquiera un constipado puede hacer estragos en ella. Hasta el resfriado sirve para sacar a relucir algunas de las historias que almacena en su cerebro.
– El otro día estuve en la huerta y hacía sol– justifica la leve resonancia nasal de su voz.– ¿Sabes cómo se llama este sol y el de febrero?
– ¿Cómo?
– El sol de los poetas. Fue de lo que murió Machado– relata.– Salió a caminar y le dijo la mujer de la pensión que tuviera cuidado, que ese sol era muy malo. Cuando se puso malo, le encontraron en la chaqueta el poema aquel que tenía escrito, que no lo había acabado– «Estos días azules/ y este sol de la infancia».– Había ido a buscar el sol de Sevilla...
Y, junto a un todavía deshidratado Embalse de Luna, el comentario sobre el autor de ‘Campos de Castilla’ funciona de pretexto para que Fernández pase a hablar sobre un castellano: Miguel Delibes. Hasta uno de los personajes de su obra ‘Mis amigas las truchas’ –Paulino, el guarda del castillo– ha sido también personaje del tío Ful. De él, como de Isabel, la mujer que vive sola en Casetas –viuda de Maxi, El Grillo– y la ávida lectora de Canales que, con más de cien años, aún sigue cogiendo prestados multitud de libros del Bibliobús, entre muchos otros, se acuerda el periodista rumbo a Villablino. A cada paso, a cada curva, un nuevo relato sale a relucir desde su boca, que va narrando la historia de toda una tierra a través de los perfiles entrañables de quienes la habitan.
Fulgencio Fernández prefiere hablar de los demás antes que de sí mismo. Prefiere evidenciar los logros del resto antes que los propios. Puede que, de la costumbre y la humildad, la mejor forma de conocer al periodista sea a través de sus personajes: por cómo los recuerda y cómo los enuncia. Puede que la mejor forma de describirle sea a partir del modo en que él mismo describe a todos los demás. También, claro, a partir de su sentido del humor.
– La Vega de los Viejos: el pueblo de los acordeonistas– dice a su paso.– De ahí es Norberto Magín, que es la cuarta generación de acordeonistas y organiza la xuntanza.
– Curioso nombre: La Vega de los Viejos.
– Por eso te lo decía. Se podría llamar así toda la provincia. Podrían ponerlo ahí, en el Alto de Pajares: «La Vega de los Viejos».
El trayecto continúa. Avanza atravesando Villaseca de Laciana. No pasan desapercibidas sus colominas. Tampoco las innumerables piezas de todo tipo realizadas por Manolo Sierra. De todo tiene algo que decir el periodista. Son gajes del oficio y de una curiosidad y un interés que parecen desmedidos. En el fondo, con todo ello tiene Fernández, contador de historias y relator de la provincia, algún tipo de relación.
– Ya estamos en Villablino.
Lo siguiente es salir del coche, en el que Ful deja ignorado su teléfono móvil. Quizá ese hecho refleje también parte de su personalidad. A las puertas de la Casa de Cultura, son muchos los que se acercan a saludarle.
– Cambias una montaña por otra– se dirige a él un hombre.– Y ‘encantao’.
– Hombre, claro– responde él.
La próxima parada es el acto de entrega de los Premios Mujer Rural 2025, en concordancia con un asistente que es recopilador de las semblanzas más fieles de tantas mujeres ilustres; autor, además, de los codiciados tomos de ‘Leonesas y pioneras’. El periodista lleva consigo un bolígrafo y un trozo de papel que parece un folleto –a saber de qué–. En él escribe sus ideas para alumbrar uno de sus artículos hasta que, al poco de comenzar la ceremonia, se levanta del asiento, con esa calma que le caracteriza, en busca de otro cacho de papel. Lo consigue y vuelve al ruedo.

Al término del evento, es el turno del personaje. Lo que en un principio iba a ser una conversación con una de las premiadas, acaba convirtiéndose en una charla con Carmen, panderetera y Mujer Rural 2024.
– Pa’ qué me tendría que pintar yo– suelta ella sonriente, algo nerviosa, al tiempo que suena el ‘click’ de Saúl, cuyo objetivo la enfoca.
– Igual me tengo que pintar yo también– apunta, a su lado, Fulgencio, como queriendo aliviar la inocente tensión.
– Es que cuando una se sube a un escenario...– sigue ella, que acaba de llenar de melodía el enclave lacianiego a modo de celebración. Y continúa, todavía algo nerviosa:– voy a poner así las manos.
– Sí, porque las manos dicen mucho– la observa Ful.
– Pues como tengan que decir las mías...
A su conversación distendida, que termina sin nerviosismo a la vista, sigue la ‘Cataplasma’. Cámara ya encendida y micrófono ya dispuesto, el periodista se arranca en eso que mejor se le da: contar. Pero antes...
– Ful, ¿estás apagado?– pregunta Laura y el de Cármenes echa un vistazo a la petaca.
– ¿Cómo voy a estar apagao’?– ríe.– ¡Si estoy a 1.3000 megahercios!
No tardan en resolver el obstáculo y el tío Ful comienza a hablar. A contar. Unos cuantos se congregan alrededor sin estorbar demasiado. Le miran. No hay rostro sin sonrisa en el espacio. El de Cármenes ni se inmuta y continúa con su ‘Cataplasma’. Se oye de fondo alguna risa suelta. Son siempre inevitables al escucharle hablar. Contar.
– ¿Es lo mismo hablar que contar?
– No– responde con liviana rotundidad.– Además, en los pueblos, en los filandones, la gente usaba un lenguaje bastante rico porque a todo lo llamaban por su nombre: ‘cosa’ y ‘chisme’ no existían.
Tras el café protocolario, toca el regreso. En el coche, Fulgencio habla sobre el origen del filandón; sobre cómo uno de los hermanos de Luis Mateo Díez, en su primer acercamiento, le dijo que eso que el Premio Cervantes y José María Merino se habían empeñado en revitalizar ya poco tenía que ver con el filandón original. La labor de los dos escritores leoneses ha consistido más en rescatar el término que la propia práctica.
– Lo que hacen Mateo y Merino está como Dios porque la gente se entera de que existe la palabra, pero yo no me imagino que, al filandón que se hacía en casa de mi abuela, llegara la panadera y dijera: «Voy a leeros un cuento que me acaba de publicar Alfaguara»– bromea el periodista.
– Siempre ha sido una costumbre más de mujeres, ¿no?
– Es un contrasentido que yo haga un filandón, pero yo lo cuento– revela un leonés que, de niño, fue testigo de muchos.– Los filandones en la montaña son de mujeres porque los hombres iban a la taberna. El filandón de los paisanos es con vino; ellos cantaban en el bar y las mujeres lo hacían en las casas.
Son muchos más los nombres que sigue mencionando. Muchos más los términos con los que el de Cármenes prueba la riqueza lingüística del medio rural. También, la fortaleza de su memoria; una que viaja por ese país que nunca fue para demostrar que, en realidad, sí es, aunque quizá no tanto como haya sido. Y, de vuelta en la rotonda del principio, en una imagen cíclica de la estampa y de la vida, con Fulgencio Fernández ya subido en su peugeot rojo con matrícula de Valladolid y con la pegatina de un león rampante con la que Laura le quiso localizar, se confirman mis temores: ya no quiero volver a la ciudad.