Cerca de Vegas del Condado, por un camino que trepa suave hacia La Cruz de Vegas, aprendí una de esas cosas que no se olvidan aunque pasen los años.
Era otoño. De esos que aún dejan el sol jugar en la piel, pero ya invitan a llevar chaqueta por si acaso. Paseaba con un chico de Devesa de Curueño, con el que salí un tiempo.
Era tranquilo, con ese silencio suyo que no incomodaba, sino que arropaba.
Le gustaba hablar del monte, de los nombres de los árboles, de lo que le habían enseñado en casa sin grandes discursos, solo con hechos y costumbre.
Ese día íbamos sin destino concreto, aunque yo intuía que él sí sabía adónde quería llevarme.
El camino crujía bajo los pasos, y en una curva abierta, junto al cauce casi seco de un arroyo, se detuvo.
– ¿Ves esos juncos?
– Claro. Hay un montón.
– Cuando era pequeño, mi abuelo me enseñó a cortarlos para hacer incienso.
Lo dijo como si fuera lo más natural del mundo. Como quien cuenta una receta de cocina que lleva haciendo toda la vida.
– ¿Incienso? ¿Con juncos?
– Sí. Se secaban bien al sol, y luego se quemaban en la lumbre. Olía fuerte, pero a limpio. Como a casa en invierno, ¿sabes?
Asentí, aunque no estaba del todo segura de haber olido nunca ese tipo de casa.
Me miró un segundo, y luego se agachó con una ternura inesperada. Cortó uno con cuidado y me lo tendió.
– Si lo hueles así, ahora, no dice mucho. Pero cuando arde… trae recuerdos.
Me lo guardé en el bolsillo del abrigo.
Y desde entonces, cada vez que veo juncos en los caminos, me acuerdo de él.
Y de su abuelo, al que nunca conocí, pero que dejó su huella en ese gesto sencillo.
Porque hay saberes que se transmiten sin palabras largas.
Porque hay cosas que se aprenden una sola vez y te acompañan siempre.
Más tarde, ya en casa, me vino a la cabeza otro recuerdo.
Mi tía Oliva, la de las manos finas y las recetas ricas, también hacía incienso.
Pero el suyo era distinto.
Ella secaba juncos y les añadía lavanda, un poco de laurel, y a veces cáscaras de naranja.
Los liaba con hilo de lino y los guardaba en una caja de lata con flores pintadas.
Cuando la casa olía a humedad, o cuando alguien andaba triste, sacaba uno, lo encendía, y decía:
– Esto no cura, pero limpia. A veces lo que hace falta es solo aire nuevo con un olor viejo.
Entre mi tía y aquel chico, entre su abuelo y mis paseos, los juncos se me han quedado como símbolo de todo lo que vuelve sin hacer ruido.
De lo que está ahí, a la vera del camino, esperando que alguien se fije.
De lo que no presume, pero sostiene.
No sé si hoy se puede cortar juncos por el monte sin más.
Las leyes cambian, y es justo respetarlas.
Pero los recuerdos no necesitan permiso.
Y cada vez que paseo cerca del Curueño, y veo un puñado de juncos en pie, altos y humildes, me parece que alguien me sonríe desde muy lejos.
Como diciendo: «¿Ves? Aún estamos aquí. Por si lo necesitas».

Susurros del junco (Juncus spp.)
El junco crece en cunetas húmedas, praderas encharcadas, orillas de caminos y vegas de monte.
Suele pasar desapercibido, pero guarda memoria vegetal de las zonas donde el agua no se ve, pero sustenta.
Los de antaño sabían que hasta lo más sencillo puede tener uso, valor y dignidad.
Tradicionalmente se ha usado para:
– trenzar cestos, asientos o esterillas
– cubrir suelos de cuadras, chozos y bodegas
– encender fuego lento en cocinas de leña
– preparar inciensos caseros que perfuman la casa y el alma
Dicen que si un abuelo te enseña a cortar un junco sin romperlo, ya sabes algo que no se enseña en las escuelas.
Nota: Antes de recolectar juncos u otras plantas silvestres, asegúrate de que no estén protegidas y que su recogida sea legal en esa zona. La tradición también se cuida respetando el entorno.
Receta emocional: Incienso para los días con olor a memoria
Versión sencilla, como la del abuelo de Devesa:
– Un tallo de junco bien seco
– Un rincón tranquilo donde encenderlo
– El deseo de volver a un recuerdo que te haga bien
Versión de tía Oliva (para días especiales):
– 1 tallo de junco seco
– 1 pizca de lavanda seca
– un poco de laurel
– un trocito de cáscara de naranja
Ata todo con hilo natural.
Coloca sobre brasas, incluso échalo a la cocina de leña o si no puedes a una fuente de calor segura.
Enciende con una cerilla.
Deja que el humo suba, lento.
Respira.
Piensa en quienes te enseñaron cosas sin saber que eran importantes.
Y si el humo huele a hogar, a monte, a niñez…
ya estás donde querías llegar.