Villanueva de Jamuz nos recibió con el olor a barro seco y a horno encendido.
Ese barro que ha sido cuenco, cántaro, cuna, y también arte.
En este pueblo del Jamuz, donde el saber de las manos se transmite de generación en generación, yo ya me sentía en casa antes de llegar.
Aquí vive Emilia Cecilia, mi amiga querida.
Tiene una casa de campo que parece un sueño bien contado: con jardín, pozo, objetos antiguos, y un equilibrio difícil de describir, pero fácil de sentir.
Todo está en su sitio, pero sin rigidez.
Como si la casa respirara tranquila, porque quien la cuida, la quiere de verdad.
Aquella tarde fui con María, mi hija de diez años.
Nos encanta escaparnos juntas a los sitios que huelen a calma y a tierra.
Mientras yo me perdía feliz entre las plantas del jardín –reconociendo con emoción los brotes de lavanda, las macetas rebosantes de romero, las caléndulas al borde del muro–, María hablaba con Emilia en el porche, como si fueran dos sabias que se conocieran de toda la vida.
Cuando me acerqué, las encontré agachadas junto al pozo, observando algo con una mezcla de sorpresa y ternura.
– Mamá –me dijo María–, ¡hay un sapo!
– Claro –respondió Emilia con una sonrisa–. Es buena señal.
Nos miró a las dos con esa calma suya que enseña sin imponerse.
– Dicen que las bodegas con sapo son sitios donde las cosas van bien. Que donde se instalan, es porque hay salud.
– ¿Y por qué? –preguntó María, curiosa.
– Porque el sapo solo se queda donde hay equilibrio. Porque siente la humedad justa, la paz, la vida.
En esta casa hay sapo.
Así que aquí las cosas están en su sitio.
María la miró fascinada.
Y yo, mientras tanto, respiré hondo. Porque entendí que a veces no hace falta más que eso para sentir que una casa está sana: una conversación bonita, una planta que crece, un sapo en el rincón.
Al caer la tarde, nos sentamos en el jardín. Todo bajo las majestuosas vistas del castillo de Don Suero de Quiñones. ¡Cómo me gustan esas piedras!
Yo preparé una infusión de lavanda.
María me pidió un poquito, en su taza pequeña. Emilia sacó una bandeja con dulces y la charla se llenó de cosas sencillas: flores, libros, recetas, recuerdos.
La lavanda flotaba en el aire y en las manos.
Y yo me dije:
esto es estar en casa.
Estar en casa es tener amigas que te enseñan lo invisible.
Es ver a tu hija ser escuchada con amor.
Es oler a lavanda cuando cierras los ojos.
Y es saber que no hay nada que dé más paz que estar rodeada de plantas, de cariño… y de gente que te quiere bien.

Susurros de lavanda (Lavandula angustifolia)
La lavanda es una de las plantas más queridas y utilizadas desde tiempos antiguos.
No solo por su aroma embriagador, sino por todo lo que simboliza:
calma, limpieza, equilibrio.
Se ha usado para:
– aliviar el estrés y la ansiedad
– conciliar el sueño
– curar pequeñas heridas y quemaduras
– perfumar armarios, baños, y también vidas
En los jardines como el de Emilia, la lavanda no solo adorna: protege, conecta, y cura con suavidad.
Receta emocional: Infusión para sentirte en casa
– 1 cucharadita de flores secas de lavanda
– 1 taza de agua
– una conversación bonita (o una mano pequeña que te toque el brazo sin decir nada)
Hierve el agua, apágala, añade la lavanda y tapa durante cinco minutos.
Sirve con calma.
Bebe despacio.
Y si al fondo del jardín canta un sapo, sonríe:
todo va bien.