En el valle de Ciñera, cerca de Sopeña, el aire huele a tiempo bien vivido.
A mañanas que empiezan sin prisa. A monte fresco y palabras que no se gastan, aunque se repitan cada año.
Ese día fui con mi padre y con el abuelo Moisés. A por té de monte, como otras veces. Pero yo ya era más grande. No llevaba coleta ni cazaba lagartijas por el camino.
Esta vez, iba con intención. El abuelo caminaba delante, abriendo paso con la cacha. Con ese andar suyo tranquilo, que parecía hablarle a la tierra. Mi padre iba detrás, explicándome cosas que no estaban en los libros.
Y yo, en medio, recogía hojas y silencios.
– Este es el bueno –dijo el abuelo, señalando un arbusto discreto, de hojas pequeñas y olor limpio–. Aquí siempre brota antes que en otros sitios. –
-¿Por qué? –pregunté.
– Porque aquí hay agua debajo –respondió él, sin más.
Y me pareció una respuesta perfecta.
Nos agachamos los tres.
El monte estaba suave, como recién peinado por el viento.
Recogimos sin prisa. Solo lo justo. Siempre dejando algo.
Porque el té de monte no se arranca: se invita. Mi padre me enseñó a cortar las ramitas con cuidado, a no mezclar las hojas con tierra, a guardar lo recogido en un paño limpio.
– Esto es medicina –me dijo–.
Pero también es memoria. A veces, el abuelo silbaba bajito mientras recogía. Una melodía sencilla, de esas que no tienen nombre, pero te acompañan toda la vida. Ese día no hablamos de cosas importantes. Pero lo fue todo. Porque entendí que hay momentos que no necesitan explicación. Que bastan tres generaciones, un paseo y el olor del té para sentir que el mundo está en orden. Al volver a casa, lo colgamos a secar en la cocina de horno. Sobre la cuerda, entre los ajos y las manzanillas, colgaban ya otras hierbas, otros veranos.
Y chorizo –qué rico– aún nos quedaba chorizo. Mi abuela nos miró desde el escaño, con la sonrisa puesta y mi gatín Escubi en los brazos. Y yo supe que ese té guardaría algo más que propiedades digestivas. Guardaría una promesa: la de seguir volviendo, la de seguir aprendiendo de ellos, la de no olvidar el camino hasta el monte.
Susurros del té de monte (Jasonia glutinosa)
También llamado té de roca o sanjuanera, el té de monte es una planta aromática que crece en riscos y laderas soleadas de la montaña leonesa. Se reconoce por sus hojas alargadas y pegajosas, y por su olor único: una mezcla entre campo limpio, calor de mediodía y abuelas que sabían lo que hacían.
Tradicionalmente se ha usado para:
– aliviar digestiones pesadas
– calmar los nervios
– fortalecer el estómago tras un susto
– limpiar el cuerpo tras los excesos Dicen que si alguien te regala una infusión de té de monte, es que te quiere bien.
Receta emocional: Infusión para no olvidar el camino
1 ramita de té de monte seco
1 taza de agua limpia
el recuerdo de un paseo que no quieres perder
Hierve el agua y añade el té.
Tapa la taza y espera cinco minutos.
Mientras tanto, imagina los pasos de quienes te guiaron.
Escucha el monte dentro del silencio.
Y bebe.
Si aún puedes, dales las gracias.
Si ya no están, cierra los ojos: