Donde la encina guarda las voces

Cada planta, una historia: por Marina Díez

23/07/2025
 Actualizado a 23/07/2025
| MAYKA GARCÍA Y NOELIA GARCÍA
| MAYKA GARCÍA Y NOELIA GARCÍA

En Chozas, el aire camina. No corre. No empuja. Camina. Tiene ese paso lento y firme de quien sabe hacia dónde va, y no tiene prisa en llegar.
Allí, cerca de la laguna protegida, todo respira con otro ritmo.
El de los juncos que se inclinan sin rendirse.
El de los reflejos que tiemblan, pero no se rompen.
El de la quietud verdadera, que no es ausencia de ruido, sino presencia de alma.
Aquel día era primavera, y yo no esperaba que el campo me regalara más que una caminata tranquila.
No iba a buscar nada.
Solo aire limpio, tierra bajo los pies y alguna conversación de las que no pesan.
Pero a veces la vida se abre sin que le pidas paso.
Me senté a la sombra de una encina.
No era especialmente llamativa, pero algo en su forma me pidió que me acercara.
Estaba sola, como si fuera la guardiana silenciosa del claro.
Las ramas extendidas como brazos abiertos, la corteza rugosa como la piel de mi abuela en invierno.
Tenía algo de madre antigua, de centinela del tiempo, de mujer que ha visto mucho y no necesita demostrar nada.
Y entonces la vi.
No con los ojos.
Con otra parte de mí que no sé nombrar.
Como si el sol me jugara una broma luminosa, o como si mi cuerpo supiera algo que mi mente aún no entendía.
Vi a una anciana sentada a mi lado.
O quizás era yo, dentro de muchos años.
O alguien que había sido parte del lugar antes de que los mapas pusieran nombre a las cosas.
Era pequeña, encorvada, con los dedos manchados de tierra y el alma limpia.
Tenía la voz baja y la mirada honda.
Y sin hablar, empezó a contarme cosas.
Me dijo que las encinas son testigos, no protagonistas.
Que su corteza guarda heridas antiguas, y que el viento que pasa por sus ramas arrastra a veces pensamientos de quienes se sientan bajo su sombra.
– «Se hierve la corteza —me susurró– para sanar lo que sangra por dentro. Pero hay que dejar que enfríe. Porque no se cura con prisa lo que dolió despacio».
Me contó que la encina enseña a resistir sin endurecerse, a mirar sin juzgar, a permanecer sin estancarse.
Que si alguien está perdido, puede abrazarla.
Que si alguien tiene miedo, puede sentarse a su lado.
Que si alguien ha olvidado quién es, puede quedarse allí en silencio… y la respuesta le llegará en forma de temblor, de lágrima, o de viento tibio.
No sé cuánto duró aquello.
No sé si fue un sueño o una revelación.
Solo sé que al levantarme, sentí una paz antigua, de esas que no se explican, pero se notan en los hombros.
Como si por un rato, yo también hubiera echado raíces.
Desde entonces, cada vez que pienso en Chozas, pienso en esa encina.
Y en la mujer que me habitó por un instante.
Quizá no fue real.
O quizá fue más real que todo lo demás.
No todas las historias necesitan cronología.
Algunas solo piden espacio.
Y así, cada vez que vuelvo, me acerco a la laguna y busco una encina cualquiera.
No importa si es la misma.
Lo importante es sentarse.
Dejar que el aire camine.
Escuchar lo que la tierra guarda.
Y recordar que incluso en los días de sequía emocional, hay sombras que nos protegen aunque no les pongamos nombre.

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| MAYKA GARCÍA Y NOELIA GARCÍA


Susurros de encina (Quercus rotundifolia)

Firme, sobria, poderosa sin soberbia.
La encina es uno de los árboles más longevos y sabios del territorio.
Sus hojas coriáceas resisten el tiempo.
Su corteza astringente cura, desde hace siglos, llagas y heridas externas… pero también calma internas, si sabes cómo mirarla.
Las mujeres del campo la conocían bien:
– con su corteza hacían decocciones para heridas, llagas, diarreas o inflamaciones.
– las bellotas se tostaban para preparar sucedáneos de café o alimentos.
– las ramas secas daban calor en los inviernos duros.
– y su sombra, refugio.
No es una planta medicinal cualquiera.
Es un árbol para sentarse a escuchar.
Para volver al centro.


Receta emocional:

Infusión para sanar sin prisa
– 1 cucharada de corteza seca de encina
– 1 taza de agua
– una pregunta que no sepas cómo formular
Hierve la corteza a fuego lento durante cinco minutos.
Deja reposar al menos diez.
Si no quieres beberla, úsala para lavar tus manos, o moja una tela y colócala en tu pecho.
Mientras tanto, siéntate.
Imagina que una anciana invisible te está cuidando.
No le hables.
Solo deja que esté.
Cuando termines, da las gracias.
Aunque no sepas a quién.

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