Villalfeide nos recibió con su puente de piedra reflejado en el río Torío, y una luz de esas que no se explican, pero que se quedan viviendo dentro.
Habíamos llegado para un recital, pero la poesía ya estaba allí:
en el murmullo del agua,
en el frescor del aire que baja desde las montañas,
en la silueta de las nubes que parecían inventadas por un dios con alma de pintor.
Salimos a pasear antes del evento, con los cuerpos contentos y la charla ligera.
Íbamos Vanesa, mi hermana de letras; Jesús, su compañero de vida; yo…
y Torío, su perro.
Un mastín leonés noble y sabio, de los que no necesitan ladrar para decirlo todo.
Vanesa caminaba como siempre: con paso firme y los ojos atentos a lo pequeño.
Fue ella quien se detuvo de pronto, se agachó y me señaló un arbusto que salpicaba el sendero con flores amarillas.
– Carquesa, me dijo.
– ¿Y esta quién es?
– Una planta de aquí, de las que curan por fuera y por dentro. Las abuelas del norte la usaban para el reuma, la artrosis, la tos… cosas de huesos y de memoria.
Me agaché a olerla. Tenía un aroma seco, áspero, pero no desagradable. Como si la planta también hubiera aprendido a protegerse un poco antes de confiar.
Vanesa sonrió, con ese brillo que le sale en los ojos cuando se cruza con algo que ama.
– Un día, estando en casa, me preparé una infusión con carquesa. Andaba yo con las rodillas como oxidadas. Pero antes de que pudiera bebérmela, Torío se la bebió.
– ¿Qué dices?
– Sí. Me giré un segundo, y ya estaba relamiéndose. Lo curioso es que al día siguiente andaba mejor. Desde entonces, cuando le veo algo renqueante, le hago una infusión suave, y se la doy tibia.
– ¿Y le sienta bien?
– Le encanta. Me la pide con los ojos.
Jesús se rió por lo bajo mientras acariciaba al mastín, que nos miraba satisfecho, como si supiera que estábamos hablando de él.
– Vanesa dice que la carquesa es para las articulaciones del alma. Y yo le creo.
Volvimos al pueblo con un manojo de carquesa entre las manos y otro en el corazón.
Esa noche, durante el recital, sentí que las palabras me venían solas, como si el aire las dictara.
Quizá porque cuando caminas entre gente que te quiere, el cuerpo se aligera y la voz se enraíza.
Desde aquel día, cada vez que veo una carquesa florecida, pienso en Vanesa, en Jesús, en Torío, y en todas esas curas que no pasan por farmacias, sino por cariño, observación y confianza.
Y en cómo la tierra, cuando la sabes mirar, te devuelve algo más que plantas: te devuelve hogar.

Susurros de carquesa (Genista tridentata)
La carquesa es una planta humilde pero poderosa, que florece de mayo a julio en los páramos y montes de León.
Sus flores amarillas iluminan los caminos con una luz discreta, como la de las cosas que no presumen, pero sostienen.
Propiedades tradicionales:
– Alivia reuma y artrosis
– Se ha usado como diurético
– Sirve para preparar infusiones contra la tos y los dolores musculares
En los pueblos del norte, las abuelas sabían que la carquesa es buena para los huesos… y también para cuando te cuesta moverte, no por dolor físico, sino por las cargas invisibles.
Importante: aunque no hay estudios específicos sobre su uso en animales, en este relato, el mastín Torío se convirtió sin querer en testigo de que, a veces, el cuerpo reconoce lo que necesita antes que nosotros. Siempre es recomendable consultar con especialistas veterinarios antes de usar cualquier planta con fines medicinales en animales.
Receta emocional: Infusión para articular lo que no se dice
– 1 cucharadita de flores secas de carquesa
– 1 taza de agua
– la compañía de alguien que te comprenda sin palabras
Hierve el agua, apaga el fuego y deja reposar la planta durante cinco minutos.
Cuélala, sírvela tibia.
Y si un mastín sabio te la pide con los ojos, recuerda:
a veces, las curas no se miden en dosis, sino en intuición.
Bebe despacio.
Piensa en todas las veces que el cuerpo te pidió pausa y tú no supiste escuchar.
Y date ese permiso ahora.