En Truchas, el viento sabe a hierba y a espera. No es solo que sople con más fuerza en lo alto de la sierra. Es que arrastra consigo siglos de voces bajas, de secretos contados junto al fuego, de mujeres que sabían lo que curaba y lo que no se podía decir.
En esas ráfagas que huelen a brezo y piedra caliente vive, todavía, el perfume del cantueso.
Lo llaman también tomillo borriquero, y como los burros, es noble, resistente y terco.
Florece incluso en los suelos duros.
Es de las plantas que no se rinden.
Me lo enseñó Iván, uno de esos paisanos que parecen estar hechos del mismo polvo que pisan.
Nos conocimos en una feria del libro de La Cabrera. Desde entonces, cada vez que volvemos a mostrar nuestras páginas por allí, él aparece con algo nuevo: una planta, una anécdota, una sonrisa.
Aquel día traía en la mano un ramito morado. Me lo dio sin decir nada al principio. Solo cuando lo olí y sonreí como se sonríe cuando uno recuerda algo de pronto, me dijo:
«Cantruexu. Eso yía pa’mueitas cousas, outramiente… pa la pena que nun se chora.»
Esa noche, ya de vuelta en casa, le conté a Vanesa, mi hermana de letras, lo que me había pasado. Ella me escuchó con su forma de escuchar, como si lo que uno dijera tuviera eco en otras vidas. Y entonces, con ese brillo suyo de quien ha oído mucho más de lo que parece, me dijo:
– ¿Te conté lo que me dijo una mujer mayor en una feria en Encinedo, hace años?
– No…
– Pues escucha…
Y así lo hizo. Me contó la historia de la tía Brígida, una mujer de la montaña alta que tenía los ojos como ventanas viejas y el andar de las cabras. Decía que el cantueso no solo servía para curar el pecho y los nervios.
Decía que era la planta que se ponía en la puerta de casa cuando una madre perdía un hijo, o cuando alguien se iba al monte y no volvía.
– «Pa que vuelva l’alma», dicía. «Pa que l’aroma ye diga por onde venire».
Brígida aseguraba que si se colocaba un manojo de cantueso sobre la almohada de quien no podía dormir por pena, los sueños abrían la puerta para que entrara lo que hace falta decir.
No hablaba de curar, sino de aliviar. Que no es lo mismo.
Curar es cerrar.
Aliviar es acompañar lo que sigue doliendo sin que duela tanto.
Vanesa me miró después, con esa media sonrisa suya, y añadió:
– Quizá por eso Truchas huele así cuando llegas. Porque hay memoria en el monte, y alguien sigue dejando cantueso por si el alma aún quiere volver.
Desde entonces, cada vez que piso esa tierra, no solo pienso en Iván y en su sabiduría seca como el pan de pueblo.
Pienso en Brígida, en Vanesa, en todas las mujeres que sabían cosas que no venían en los libros.
Pienso en el cantueso, que crece sin pedir permiso, pero te pide silencio cuando lo arrancas.
Y pienso que quizá esa sea también una forma de escribir:
recoger lo que otros dijeron en voz baja
y hacerlo flor otra vez.

Susurros de cantueso
(Lavandula stoechas)
Con su penacho violeta, el cantueso es flor de frontera.
Crece entre caminos, donde el monte empieza a endurecerse.
Tiene aroma de paréntesis, de tregua, de consuelo.
Se ha usado para:
– calmar la tos y el pecho inquieto
– bajar la fiebre
– preparar baños que ahuyentan la melancolía
– perfumar cajones de ropa con olor a madres de antes
Dicen que cuando una casa huele a cantueso, nadie se atreve a hacer daño.
Si lo recoges, dale las gracias.
Si lo guardas, no olvides dejar un poco en el alféizar.
Dicen que ahuyenta lo que no se ve.
Receta emocional: Infusión para aliviar lo que no se dice
– 1 cucharadita de flores secas de cantueso
– una taza de agua hirviendo
– una historia que aún no has contado del todo
Deja que repose tapado durante cinco minutos.
Mientras, escribe una frase para alguien que ya no está.
No hace falta que la digas en voz alta.
El cantueso se encarga.