Javier Roblex, un futuro prometedor

Por Gregorio Fernández Castañón

11/04/2024
 Actualizado a 11/04/2024
Desde su escultura, en Ordoño II, Javier Roblex mira el futuro. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
Desde su escultura, en Ordoño II, Javier Roblex mira el futuro. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

La vida, que no se detiene, esconde a veces un as en la manga… para mal. Y te deja sumido en un mar de dudas, donde las olas asfixian el vuelo de las gaviotas en libertad. Esta –amigos míos– pudiera ser la historia de un perdedor, pero no. El escritor Hermann Hesse –Premio Nobel de Literatura de 1946– lo tenía muy claro cuando escribió esta frase tan real: «Cualquier cosa parece un poco más pequeña cuando se ha dicho en voz alta». Y él –el artista que hallé en mi camino– se sinceró conmigo, en voz alta, compartiendo el aroma de un café torrefacto a la orilla de una verde calle peatonal. 

10 de diciembre de 2023.

Mientras le esperaba, descubrí que, por el oeste, el cielo me brindaba unas luces de espectaculares colores que adornaban la silueta de un Guzmán cuya carne, oxidada por el bronce, me incitaba a reflexionar. Y a hacerle una foto también. Y a sentir la cercanía de otra de las esculturas, azul y amarilla, cuyo dueño intelectual –ya le veía– se acercaba, justo, por la dirección contraria. 

Cinco de la tarde. Puntual.

Javier Roblex (con x, sí, por si existen dudas al respecto) me mostraba su sonrisa al mismo tiempo en que me tendía su mano. Nos saludamos como si nos conociéramos desde tiempos remotos, pero no. La realidad es que… da igual y resulta ser lo mismo cuando los dos, artística y literariamente, caminamos en la misma dirección.

–Ponte frente a tu escultura. Así. Quieto… Colócate ahora por detrás… Bien. Una más de lado y… ¡Ya está! Hablemos.

Javier Roblex trabajaba de diseñador y maquetista cuando, de la noche a la mañana, una piedra arrojada por la sinrazón de un empresario le dejó tirado en la cuneta. Una herida a sus cincuenta y tantos que se convirtió en una llaga. Era el fuego de un infierno terrenal lo que le llevó, primero, a sufrir y después a levantar la cabeza, para volver a caer y sufrir y levantarse y caer de nuevo… 

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‘La ninfa del Torío’, una obra escultórica de este autor en Garrafe de Torío. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

«Cada mañana –me dice– tiraba de las mantas para atrás con energía, pero no era yo, te lo aseguro. Y había días que, tras recibir una y otra vez la negación de un empresario en darme una nueva oportunidad, me volvía a acostar, pensando en el fin del mundo, hasta que…

Me sorprendió la actitud del hombre, de Javier, que solo buscaba un trabajo y daba igual de qué. «Mira. Era desesperante. Yo iba a una empresa tras otra, y en la mayoría de ellas se me negaba el paso antes, incluso, de llamar al timbre: ‘no admitimos currículos de mayores de 40 años’, me decían sin mirarme siquiera a los ojos. ¿Por qué?». Y Javier me miró a mí como si yo tuviera un sombrero mágico por el que tendría que aparecer la mayor de las respuestas en vez de un conejo blanco.

–No lo sé, Javier.

Y Javier, entonces, me volvió a sorprender.

–A pesar de los pesares, jamás me iba a rendir. Seguí buscando y encontré una oportunidad que supe aprovechar. Me apunté a un curso de cerámica, porque como escuché a… no sé quién: ‘en esta vida, si te va mal, hay que cambiar de página y si continúas por esos derroteros, entonces, hay que cambiar de libro’. Cambiar de libro. ¿Ves? Yo, que entonces, hacía con mis diseños libros espectaculares, tuve la necesidad de pasar no una página si no cien.

Y fue en aquella nueva etapa cuando, metafóricamente hablando, las manchas de barro descubrieron la luz que poseía Javier en su interior.

–Comencé a realizar pequeñas esculturas y descubrí mi propio estilo, hasta que decidí dar un paso más: realizarlas a mayor tamaño, usando otra materia. Y así, casi sin pensar, me encontré en el taller del escultor Amancio González. La primera persona que no solo confió en mí, sino que me abrió todo un mundo de posibilidades. Puedo decir que fue él quien realmente me descubrió y quien me enseñó lo más elemental para sobrevivir en el mundo del arte: a tener confianza en mí mismo. Fue en su taller donde también descubrió mi obra Luis García, del Instituto Leonés de Cultura. Y así hasta hoy.

Bien, pero ¿quién es Javier Roblex? Acudo a las palabras de Amancio González para definir el estilo de su obra. «Javier Roblex –indica– es un escultor figurativo muy alejado de los cánones a los que la realidad nos tiene acostumbrados; sus personajes han sido simplificados al máximo. Da la sensación de que exprime todo lo que puede la forma orgánica hasta transformarla en geometrías complejas que son capaces aún de albergar el calor que necesita la forma para transmitir al espectador una emoción vital y cercana». Y es aquí, en esta parte de nuestro encuentro, cuando, tal vez, Javier lo aclaró más y mejor.

–Mira –me dijo–, hasta el momento, con mi obra no he conseguido grandes triunfos económicos. Voy, como puedo, trampeado el coste de materiales y poco más, pero… Lo que sí he logrado con ella han sido muchas satisfacciones. Un hombre, en una ocasión, me dijo que ‘mis esculturas no tenían ojos, pero eran los rostros, sin ojos, los que hablaban en ellas’. ¿No te parece bonito? Pues… escucha: un abuelo, en otra ocasión, adquirió una de mis piezas en las que represento a un padre y a un niño que, subido a la espalda de su progenitor, le ‘tapa los ojos’ (que no tiene). El abuelo me dijo que aquella pieza, para él, era un claro ejemplo de su propia vida. ‘Por desgracia –me confesó el buen hombre– me está fallando la vista, pero miro tu escultura y parece que te inspiraste en mí a la hora de hacerla: son los ojos de mi nieto, subido a mi espalda, los que ven por mí; él es quien guía mis pasos hacia un mañana, cada vez más oscuro’». 

Javier Roblex delante de su obra ‘El salto del burro’. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
Javier Roblex delante de su obra ‘El salto del burro’. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

–Pues, sí, Javier. Te felicito. Reconozco que son muy bellas las frases que han dedicado a tu obra. 

Y la obra pública de Javier Roblex, que cualquier persona, hoy por hoy, puede admirar, se encuentra en León ('Saltando el burro', en la avenida Ordoño II), en Garrafe de Torío ('La ninfa del Torío'), en Valporquero ('El salto') y en Vegacervera ('El columpio'). La oficina del Teléfono de la Esperanza, también en León, dispone de su 'Autoabrazo'. Una escultura ideal para representar la autoestima, la confianza o el amor hacia sí mismo. Esta misma escultura, en menor escala y realizada totalmente en bronce, la han utilizado para los premios anuales que otorga la entidad a nivel nacional. «Es para mí un orgullo –me dice Javier– que esta esculturilla esté en manos de la reina Leticia, de Rafael Nadal, de Luis Rojas-Marcos o, entre otros personajes, de Irene Villa».

Son ‘volúmenes cotidianos’ los que Javier Roblex deja a la orilla de mi camino infantil y rural, con aquellos juegos, tan intensos, con los que alcanzábamos la gloria de un instante entre empujones y risas. 'El salto del burro' es un buen ejemplo, y se encuentra, como ya adelanté, en la avenida Ordoño II, de León capital. Una escultura que nació con el color amarillo del polen, y que hoy, aprovechando el atronador ruido de las bombas y el injusto polvo de la destrucción, la ha querido pintar con los colores amarillo (en la piel del niño que hace de ‘burro’) y azul (en la que salta sobre él). Azul y amarillo son los colores de la bandera de Ucrania. Un cambio en los tonos de la piel, que pretende ser todo un símbolo de paz en tiempos de guerra. Niños y paz. Juegos. Sueños y futuro.

Javier me dijo que, por mediación e invitado por el sindicado CEP (Confederación de Policía Nacional), él mismo fue el encargado de entregar una de las esculturillas de este ‘El salto del burro’ al representante del embajador de Ucrania en España, en Madrid. Un acto público, donde se premiaba a varios personajes. El señor de Ucrania, «muy alto y fuerte, estaba a mi lado en la tribuna en la que me invitaron a decir unas palabras. Estas: ‘para los niños de Ucrania, que pronto jugarán en sus calles entre árboles y risas, bajo un cielo, otra vez azul, y donde solo volarán los pájaros y sus aviones de papel’. Terminé la frase, le miré de soslayo y… ¿qué crees que vi en sus ojos?».

–No lo sé. Dímelo tú.

–Pues, a pesar de que aquel señor era tan alto y tan fuerte como un roble, le encontré… llorando.

Estupendo. Al final son los recuerdos y es la inocencia de los niños en paz, quienes con sus juegos nos delatan.

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