Manuel López Becker, el escultor cuyas obras mueven montañas

Por Gregorio Fernández Castañón

28/03/2024
 Actualizado a 28/03/2024
San Francisco. En la misma estantería, al fondo, está la cabeza de san Benito. | G. F. C.
San Francisco. En la misma estantería, al fondo, está la cabeza de san Benito. | G. F. C.

Nada más traspasar las puertas, justo a la derecha, varios cuadros y fotografías colgaban de la pared y adornaban la mirada. Estoy hablando del ‘templo’ donde se inspira y trabaja un artista leonés con vocación de ‘santo’. Allí, las virutas, el serrín y el barro salían a mi encuentro para darme la bienvenida. Y, encantado, acepté la invitación de continuar el viaje por aquel cielo de estrellas, pero sin prisa alguna. Por eso me detuve para respirar el aire que me llegaba del mar y de los recuerdos. Un mar en el que el dios Neptuno era el rey (de un cuadro en relieve) que colmaba de simpatía mis ojos antes de alabarlo con la sal que salpicaban las olas de una tarde de invierno, en León. 

Justo después de recorrer montañas y valles de colorines que surgieron de un pincel o de una espátula, me encontré con las luces y sombras de una enorme fotografía. Y pregunté quién era él. Y la voz que me respondió se mantiene viva llevando en la sangre las vibraciones que bailan, se ríen y sienten las conjugaciones de tiempos pasados.

–Es mi bisabuelo Manuel. Todo un personaje de su época. Bigotudo, serio y recto guardia civil, jefe de la Comandancia de León antes de la guerra civil española.

Suficiente. 

–Perdona, pero…

Manuel López Becker –el artista al que invadí su territorio y al que le rompí la paz a la hora de la siesta– dio un paso al frente, giró sobre sí mismo y se detuvo ante mi nueva curiosidad:

–Tú me dirás.

–¿Puedo? –y, como todo aquel español que si no toca no ve, hice ademanes de levantar una figurilla que destacaba entre tanta ‘divinidad’–.

–Por supuesto. Adelante.

Y fue entonces cuando, de forma inocente, descubrí en la voz del artista que lo que sujetaban mis dedos, y me quemaba, era… ‘la mano izquierda de Dios’. ¿Cómo?

–Sí. Es una figurilla. Un boceto en el que pretendo representar ‘La creación de Eva’.

El color de las yemas de los dedos se consigue a base de paciencia. | G.F.C.
El color de las yemas de los dedos se consigue a base de paciencia. | G.F.C.

Y Eva, allí, desnuda de todo pecado, era una realidad tendida entre los dedos índice y pulgar de su Creador. Aliento divino que le daría la vida para corretear por un excelso paraíso, antes de que se arrastraran por la tierra un sinfín de perversas tentaciones: «toma, come esta manzana madura» –parecía insinuarme una boca con lengua bífida.

¡Qué curioso! Y mi curiosidad sin límites recorrió las estanterías, repletas de voluminosos bocetos a tamaño real –la mayoría– que te clavaban la mirada y que el artista conserva, tal vez, para demostrar al mundo que con barro y con madera también se puede escribir la historia de toda una vida dedicada al arte. Eran rostros de Cristo, en barro, que, reproducidos en madera y policromados, causan la admiración de fieles y de curiosos en los templos que los cobijan, y en las calles a lo largo de la Semana Santa de Guardo, León, San Andrés del Rabanedo, San Justo de la Vega y Villadangos del Páramo. Y allí, Manuel, entre otras obras, posee una que me llamó poderosamente la atención: la copia de la cabeza de san Benito, que tuvo que hacer para restaurar la imagen que se venera en el Monasterio de Santa María de Carbajal, en León. Imagen que se cedió completa para una exposición y regresó a casa sin salpicaduras de sangre, pero decapitada.

¡Uf…! Entre tantas emociones encontradas, me olvidaba de preguntar cuáles fueron –por ejemplo– los inicios, dónde, con quién, por qué… 

Manuel, entonces, me miró fijamente antes de retroceder hasta los tiempos en los que, de niño, la inocencia de sus juegos ya apuntaba formas. «Me dejaban un par de palillos y era capaz de levantar con ellos un castillo». Pero su habilidad la descubrió cuando le dejaron trabajar con la dura y quebradiza plastilina de carpintero –primero– y después con la de las barritas escolares de colorines que le traían, para él, desde Madrid. «Tendría yo entonces… seis años». Bendita vocación creativa.

Ahora bien, si hablamos de vocación artística, es posible que la de Manuel López Becker se la haya contagiado el maestro imaginero Amado Fernández Puente

–Al salir del Colegio Discípulas de Jesús y antes de ir para casa, un día sí y otro también, ‘me pegaba’ tras el cristal del local en cuyo interior Amado hacía de un tronco de madera una obra admirable. Lo que veía me resultaba tan mágico que soñaba, en un futuro, poder hacer yo lo mismo. Cuando el buen hombre me invitó a entrar siempre que quisiera… se me iluminó el cielo. Yo no me cansaba de preguntar y él jamás me negaba respuesta alguna. Y así fui descubriendo el poder que ejercían la gubia y el mazo, la azuela y el serrucho, las lijas… También te diré que estuve dos veranos trabajando en el taller de otro de los grandes artistas que habitaron en nuestra ciudad, Ángel Muñiz Alique. Y, entre los dos, a los que tanto les debo, junto con mis errores, correcciones y aciertos… aquí me tienes.

–Pues ya que estás a mi lado, te pregunto por tu primera obra importante.

–Hasta el año 1991 todas mis obras eran relativamente pequeñas. Aquel año, por fin, para la Cofradía Minerva y Vera Cruz y a tamaño real, pude hacer el Padre Jesús de la Humillación y Paciencia

¿Paciencia? Y entonces a mí, que soy hombre de un pueblo por el que pasa el río Curueño, me dio por destacar el significado de esa palabra. Y Manuel entendió rápidamente mi nueva estrategia.

Manuel no mete el dedo en la llaga del Santo Cristo del Desenclavo; explica su realización. | G. F. C.
Manuel no mete el dedo en la llaga del Santo Cristo del Desenclavo; explica su realización. | G. F. C.

–Sí. Hay que tener mucha paciencia para llevar a cabo una obra monumental. En mi caso, comienzo con un pequeño boceto en barro. Después, si lo considero oportuno, hago lo mismo pero a tamaño real. Una guía, en definitiva, para que la talla, en madera, guarde las proporciones debidas antes de rematarla con el policromado. Mira: para conseguir el color morado de las yemas de los dedos, el efecto de las uñas o de las venas, la musculatura, las heridas, la sangre… Desde el principio al fin, son días, semanas y meses en que te lo has de tomar con mucha tranquilidad y… paciencia. Yo soy capaz de realizar todas esas fases, sí, pero, en lo referente al policromado, dispongo de una gran colaboradora de la que he aprendido mucho: la artista Adela Pérez Piñó

–Y paciencia, supongo, has de tener si, por un golpe de mala suerte, tu obra en proceso de ejecución se destruye por no sé qué causas.

–Sí, también, y mucha. Verás. Un buen día, a las ocho de la tarde, yo me fui para casa feliz por haber finalizado, en barro, un Cristo que medía 1,90 metros de altura. Seguí los prolegómenos –como ya te expliqué– para iniciar la talla en madera. Bien. Pues con las primeras luces, abrí el taller, y… ¡Dios mío!, mi Cristo había desaparecido. Corrí y…

–Ya me lo imagino, Manuel: ‘la carne’ y el espíritu de tu obra aparecían aplastados en el suelo, representando el Monte Sinaí o cualquier otro montículo. ¿No fue así? 

–Sí. El soporte que lo sujetaba falló y… 

–Paciencia para volver a empezar. Lo entiendo, pero cambiando de tema y para que lo entendamos todos, dime: ¿qué sientes cuando una persona, además de admirar tu obra, se arrodilla ante ella y reza? 

–No sabría explicártelo muy bien. Siento que es una mezcla de orgullo, de sorpresa y tal vez de impotencia por no haber logrado ese ‘mucho más’ que todo artista anhela para conseguir la máxima perfección. Aun así, volviendo a tu interesante pregunta, te diré que, si lo pienso mejor, creo que mi obra refleja la divinidad para algunos creyentes. Si ello les sirve para alimentar la paz y la fe que mueve montañas, yo me encuentro más que satisfecho.

Una bonita respuesta para despedir tan interesante encuentro. No sé si mi fe mueve o no montañas. Lo cierto fue que, siendo ya noche cerrada, que lo era, salí a la calle llevando conmigo la certeza de haber compartido unas horas con el artista que cuenta, en su haber, con importantes obras religiosas y civiles (aquel día, por ejemplo, estaba rematando el busto de Isabel la Católica, para una coleccionista privada). Me fui de aquel lugar con la esperanza de que ningún gallo anunciara, con una, dos y tres gallicinium, negación alguna sobre el arte al salir el sol.

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