José Luis Casas y la abstracción de sus silencios

Por Gregorio Fernández Castañón

07/03/2024
 Actualizado a 07/03/2024
En la cúspide más alta de su ‘Intramuros’ en la rotonda de La Lastra. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
En la cúspide más alta de su ‘Intramuros’ en la rotonda de La Lastra. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

José Luis Casas (León, 1979) lee a Miguel de Unamuno, y en uno de sus libros ha encontrado frases tan maravillosas como estas: «El hueco es un espacio abierto por Dios para hacerse un lugar, la fractura, un efecto de gracia. Mi Dios me dice: Yo soy tu vacío». José Luis Casas lee, también, a otros autores contemporáneos, como el poeta Carlos Aurtenetxe Marculeta, y en su diario –por si lo pudiera necesitar el día de mañana– lleva este poema: «Abrí la piedra en dos. / Allí, / del fondo de la piedra, del fondo / de los bosques de la piedra / brotaron a millones las voces desgarradas / del silencio, / bajo el sueño del cielo, incontenible, / de tanta madrugada, / abrí tu pecho en dos. / Amanecía».


José Luis Casas es un escultor que se alimenta de otras ramas culturales y de la observación. Y lo hace hasta tal punto que... mira y sabe traducir la dirección del viento; escucha e interpreta como nadie los sonidos del vacío, o acaricia y percibe la temperatura del todo. Como es obvio, el resumen de estas cualidades lo podernos encontrar en cada una de sus esculturas abstractas. La poesía y la pasión le envuelven. Hay música y hay silencios que hablan por sí solos. La vida, que a veces es un tormento, se refleja en ellas. Y cuando a las palpitaciones les da por correr al aire libre les llueven las satisfacciones por encima y por debajo de los caminos que hizo el paso de sus sombras. 


A José Luis Casas le conocí en Ambasaguas de Curueño; hace tanto tiempo de aquello que hasta dejé que la luna pintara de blanco mis cabellos. Allí, en Ambasaguas, tenía su taller; justo en la casa de sus abuelos paternos, y tan cerca del río Curueño que, especialmente en las noches de invierno, podía oír las conversaciones de las truchas, instantes antes de que el agua en la que habitan, agua del río Curueño, se estrellara, por derecho, en otro río leonés: el río Porma. 

 

Imagen I.A
El escultor José Luis Casas en su taller de Ambasaguas. | GREGORIO F. CASTAÑÓN

«Equilibrio». Puede que esa sea la palabra más adecuada para definir la obra de José Luis Casas. Equilibrio, sí, con todos sus matices: proporción, sensatez, armonía, estabilidad... Equilibrio para sujetar la agitación en un punto del vacío, o para detener el baile de esos geómetras contorsionistas que, además, admiran, con pasión, las tablas aritméticas. Las tablas aritméticas y el silencio que envuelven los volúmenes y los arañazos de la lluvia por encima del tronco de un árbol, de la piel rugosa de una piedra o de un laberinto hecho con la piel oxidada de un monstruo metálico y... 


Por si había alguna duda, las palabras de José Luis Casas me acercaron hasta la reafirmación de un todo: «Uno se siente –me dijo– abrumado en la vida, insatisfecho, con la necesidad de atrapar algo: el aire, el espacio, el tiempo... Cosas imposibles, pero que merece la pena luchar por ellas; buscarlas sin descanso para explicar los porqués del presente. Necesitamos sensaciones de seguridad, de permanencia. Sentimos lo intemporal, pero somos fruto de un caos, que no cesará jamás si no lo intentamos. Y porque, dentro de un lenguaje universalmente abstracto, sentimos la belleza escondida en los objetos más insignificantes, tenemos razones suficientes para reafirmar la vida en ese giro, en ese intento».


¿Reafirmar la vida? 


Creo que el trabajo de José Luis Casas se basa en un equilibrio vital para afrontar la sangre que derrama una piedra, minutos antes de coser sus heridas con la carne seca de un árbol, o con el frío metal, aquí nada cortante (ni afilado, ni asesino). Creo, también, que existe un buen equilibrio a la hora de abrir en ella –en la piedra o en una pared de hormigón–, puertas y ventanas. Y creo que el equilibrio en la sucesión de sus cubos (de madera, de piedra, o de metal) ha encontrado en el centro de la gravedad (o en la resolución de un juego) el pentagrama idóneo para definir otras rutas muy distintas de las que marcan los cuatro puntos cardinales. Armonía total. 

 

Casas trabajando en una de sus obras. | GREGORIO F. CASTAÑÓN
Casas trabajando en una de sus obras. | GREGORIO F. CASTAÑÓN

José Luis Casas es un ser privilegiado que posee en León puntos de encuentro para ser admirados. Ahí, por ejemplo, en la rotonda de La Lastra, está su obra más monumental, a la que quiso llamar ‘Intramuros’ a la hora de derramar el agua en su bautizo. Y ahí, un poco más lejos, donde el viento peina los robles y los pajarillos buscan la paz en sus nidos –justo en el Monte San Isidro– encontró el lugar idóneo para desembarcar un (no) ‘Desencuentro’ donde el granito aporta estabilidad y su opositor, el acero, en volúmenes geométricos, se establece adueñándose de la bondad, nada decepcionante, que ofrece el cuerpo y el corazón pétreos. La blancura de la nieve baila, aquí, a ritmo de un contraste de lo más terroso: es el metal el que se retuerce, a modo de raíces, para asirse al tronco prismático por donde, frente a la luz solar, florece la belleza. Ay…


Vuelvo con José Luis Casas a su ‘Intramuros’. Y le invito a que se suba a tocar su sombra con respeto. «Escucha» –le digo–. Y es la voz que nos susurra al oído esos mensajes geométricos que, atravesando por los interiores armónicos de determinados prismas cuadrangulares, buscan una disculpa para tocar las nubes antes de que la semilla del amor vuelva a germinar en la tierra fértil. Y él me aclara que los muros de hormigón elevan su altura (casi diez metros) al viento, sí, pero antes tuvieron que encontrar un profundo asentamiento bajo la tierra pantanosa de un húmedo lugar, próximo al río Bernesga: más de ocho metros de cimentación, coronados por una montaña de cantos rodados. 


Y allá arriba, en la cúspide del monte Sinaí leonés, le leo en voz alta su ‘Resonancias’:


«Se levantan los días. / Se abren las paredes. / Asoma el interior de un rastro pretérito. / Resuenan los ecos de un vacío / que nunca me abandona. / Recuerdo la quietud de tu ausencia / y vuelvo a renombrarte. / Se abren las paredes / y recorro los vértices de tu tiempo desgastado. / Cuando yo no era».


Sobre este poema, incluso duda que sea él quien lo escribió y yo se lo aseguro. 


–Dime, José Luis: ¿cuál es el significado que quisiste otorgar a ese muro de hormigón que tan solo posee, en lo alto, una ventana sin cristales?


Y él, muy serio, más o menos me lo cuenta así:


–Es la imagen de una ruina, de la destrucción y de la dejadez humana. Del abandono que solo los hombres son capaces de dejar ahí, dándole la espalda. Si te fijas bien, verás que es la torre de un castillo o de una iglesia en ruinas por la acción de la lluvia, la nieve y el barro. Son los restos de esa iglesia que surgen, de nuevo, cuando las aguas de un pantano se retiran a dormir la siesta en días de sequía. La ventana puede ser lo que tú quieras, como, por ejemplo, la espadaña a la que, antes, robaron sus campanas. Es…


–Perdona, José Luis, bajemos cuanto antes a conquistar la horizontalidad de nuestros pasos, antes de que la Policía Local nos acuse de un delito cultural por estar aquí arriba. 


Y mientras bajábamos la cuesta de la colina artificial, una paloma, en son de paz, se posó en uno de los troncos de aquel árbol laberíntico que, en el año 2006, creó José Luis Casas Paramio para el embellecimiento de la ciudad de León. Mientras tanto, por el poniente, el sol llevaba prisa por manchar de naranja la tarde. Una maravilla contar con un dios creador, frente a su obra, para dejar constancia de un momento inolvidable en mi ya largo currículo literario.
 

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