Jorge Miguel Aller Tascón, un inventor de sueños

Por Gregorio Fernández Castañón

29/02/2024
 Actualizado a 29/02/2024
Jorge Miguel en su taller de Aviados. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
Jorge Miguel en su taller de Aviados. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Jorge Miguel Aller Tascón vive bajo la sombra del castillo que perteneció a la Casa de Guzmán. Todo un privilegio para un enamorado de la historia; un soñador que me recibe en su taller pidiéndome disculpas: «Perdona. Como ves, estamos de obras y…». 

Todo allí, hasta las tuercas que giran con dirección a las agujas de un reloj o viceversa, tiene sentido. Vi bocetos que levantaban la mano para tocar el aire, junto a una barredora (a la que hay que empujar para que sea útil). Allá arriba, por donde la luz ilumina la estancia, descubrí una bicicleta, hecha para surcar por un horizonte de nieve. Una bicicleta tan especial que lleva un esquí en la parte delantera y presume de llevar, en la trasera, ruedas y cadenas inspiradas en un carro de combate. Quiero decir, y digo, que Jorge Miguel me sorprendió al explicarme sus muchos artilugios inventados. Y, sí, en aquella casa, hay un reloj que marca las horas al son que le impuso su creador, y existe un avión, de tamaño considerable, que se cuelga del hilo de una telaraña a la espera de volar por los cielos en plena libertad. Y, para mi sorpresa, hay también un cocodrilo, con los mismos músculos, tendones, corazón y huesos del muñeco Michelín, que se adueñó de la orilla de la piscina para recibir el calor y las vitaminas que ofrece, en todo momento, el sol. 

–Y ahora, ¿cuál va a ser tu realidad?

–Pues… 

A Jorge Miguel le pilló desprevenido mi pregunta, después de que me hubiera enseñado y explicado la reproducción de un antiguo rifle, de tamaño considerable, y el alma de una lámpara de madera, cuya luz, antes de salir al exterior para romper la noche, ilumina las cárcavas por las que en otro tiempo recorrió la savia verde. 

–Perdona. Mi intención más inmediata es escanear, con este dron (artefacto volador que él mismo inventó y que me enseñó) toda la superficie donde estaba levantado el castillo (se refiere al castillo de Aviados). Después, en pequeña escala, quiero reproducirlo en 3D con esta impresora (hecha, por supuesto por él) con el fin de que, quien lo desee, pueda hacerse una idea de los recintos amurallados y del torreón que poseía. Me llevará un tiempo porque, tras el escaneo, tengo que realizar planos, dibujos diversos y bocetos.

Sonaba tan bien aquella propuesta que no perdí un segundo en reaccionar:

–Me encanta tu proyecto, tanto que, por su cercanía e interés, quedas invitado a que me lo cuentes para ofrecérselo a los lectores de la revista CamparredOnda del año 2025, porque la del 2024 ya está completa y a punto de entrar en la imprenta. ¿Lo harás? 

–Sí. Cuenta con ello.

Cuando me despedí de aquella casa, tuvieron que sujetar al perro una vez más porque el pequeño cuadrúpedo, al sentir el aire de la calle, tras la puerta abierta, se volvió a acercar a mis piernas para escribir, con su bronca voz, una melodía perruna.

–No te asustes. Es un cachorrillo ladrador que solo quiere que se le acaricie. 

Allí les dejé, no sin antes emplazar al maestro para que, unos días más tarde, acudiera a «tocar» su monumental obra, situada en la rotonda de La Palomera.

Y así lo hizo.

Llovía. Y la lluvia otorgaba a las manos metálicas una luz especial. Son las manos de una enfermera que traspasa su calor a un paciente imaginario.

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El artista frente a su escultura ‘Centenario del Ilustre Colegio de Enfermería de León’. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

–Todo surgió –me dijo Jorge Miguel– cuando, por desgracia, enfermó mi padre. Yo iba al hospital y allí veía y comprobaba cómo las enfermeras sujetaban la mano de mi padre, mientras le regalaban palabras de aliento. Déjame la tuya.

¿Ves…? A veces expresamos más con las manos que con las palabras.

Sí. Estaba de acuerdo y, más que verlo, sentía el calor de la suya, que era fuego, al imaginarme lo que tantas veces hacía yo en aquel hospital del viejo Reino en el que, en su servicio de Urgencias, trabajé más de diez años (coges la mano del paciente con tu derecha, y se la aprietas, mientras que, con la izquierda, le rodeas el brazo, a la altura de la muñeca). Un simple gesto humanitario que hace mucho bien al enfermo y no posee contraindicación alguna.

Ese, exactamente, es el gesto que representa la obra de Jorge Miguel Aller Tascón. Un homenaje sincero «A la enfermería leonesa», al cumplirse el centenario (1917-2017) del Ilustre Colegio Oficial de Enfermería de León. Una obra monumental que, con sus 320 caras planas y 4.500 kg de peso, se expande por la rotonda hasta alcanzar los once metros de anchura y elevarse hasta casi los siete metros. Espectacular. 

–La obra –me explicó Jorge Miguel– fue realizada en acero corten. Una aleación de acero con cobre, cromo y níquel que permite una oxidación superficial que no progresa hacia el interior y, sin embargo, se autoprotege, lo que hace que esté libre de mantenimiento. 

Y, porque le pregunté, me enteré de cuál fue el comienzo y el proceso de esta pieza artística.

–Con la ayuda de mi mujer y de mi hermano, busqué y encontré el gesto. Y, una vez definido, realicé un escaneado 3D de sus manos. Proceso que hice después de los primeros bocetos en papel. Dos largos meses en los que tuve que comprobar cada uno de los detalles, el volumen, las cargas, el equilibrio, el montaje… Cualquier error de diseño… Ya sabes: podría haber finalizado en un verdadero desastre. La construcción la inicié con la ayuda de mi hermano Alberto. Y, como bien te puedes imaginar, fueron horas y horas las que empleamos, primero, para resolver aquel puzle de chapas y después para montarlas. La soldadura, los remaches, los tornillos y tuercas... Fue una enorme odisea, pero también una bonita experiencia. Para que comprendas la magnitud de este proyecto, te diré que hubo un momento en el que tuvimos que fabricar una grúa a medida y colocar los andamios adecuados, las escaleras, los agarres… Por seguridad, hicimos también una estructura de refuerzo en el interior de la pieza. La escultura la dividimos en las tres partes por un motivo: porque, durante el transporte, debería pasar por debajo del puente de Puente Castro, bajando del Portillo, y por allí tuve también que comprobar la máxima altitud. Todo un reto. En total, fueron dos meses y medio los que tardamos en construirla. El montaje también nos ocupó lo suyo. Dos días en los que utilizamos dos enormes grúas y una plataforma elevadora. Como puedes imaginar, la expectación en el barrio fue enorme. ¡Uf…! Cuando la vi totalmente apoyada en su base, te puedo asegurar que me temblaba el cuerpo de… pura satisfacción. ¡Qué descanso! La escultura se inauguró el 3 de noviembre de 2017 y, desde entonces, cada vez que paso por la rotonda doy varias vueltas a su alrededor. Siempre, hasta el final de mis días, tendré un vínculo especial con esta obra, tanto por lo que representa, como por la dificultad técnica en su realización.

Le miré. Miré los ojos de Jorge Miguel y le brillaban sospechosamente tras unas gafas salpicadas por la lluvia. Es posible, si insisto, que, de tanta emoción, un torrente de lágrimas demostrara su gran humanidad. Y no quise. No quise que la humedad del entorno enturbiara el final de este grato encuentro con el artista, sí, pero también y sobre todo con el profesor en una escuela de formación profesional, en La Robla. Por eso le digo:

–¿Sabes, Jorge Miguel? Tenemos que poner el punto final a este encuentro y lo voy a hacer, si me permites, leyéndote una colección de frases de tu autoría. Frases que, hace unos días, me impactaron y recogí en mi visita a tu taller. Estas (y se las leo desde mi pequeño blog de notas): «Como profesor trato de fomentar la creatividad tan necesaria en mis alumnos. Procuro siempre que se pongan en el lado constructivo de todo aquello que tengan cerca, sea el diseño o la parte correspondiente a la mecánica, a la electricidad o a la electrónica. A título individual, suelo inculcarles también que «si no lo saben hacer, tienen que luchar para aprender a hacerlo. Y si hay algo que no existe, tienes que inventarlo». 

Seguía lloviendo cuando miré de nuevo a Jorge Miguel y extendí mi mano derecha para invitarle a que, con la suya, selláramos una recién estrenada amistad.

–Te felicito, Jorge Miguel, por todo y por tanto.
 

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