El primer día de colegio volví a casa con un cuaderno y una misión: hacer ‘palotes’. Entonces no era como ahora, que hay rapazada que pisa el centro escolar con dos años, el pañal recién quitado y el chupete escondido en la mochila como la cajetilla de Camel de un adolescente. De aquellas, nuestro primer contacto se producía con cinco años, en lo que se denominaba «segundo de parvulitos», el paso inmediatamente anterior a la lamentablemente añorada EGB.
Hoy, con cinco años cumplidos se controla de informática, se saben idiomas y se vacila a los viejos con jerigonza científica. Pero antes las guarderías se prolongaban años y años, y cuando te sumergías en los cauces académicos el choque era mucho más dramático. Recuerdo entrar en casa, con mis primeros deberes en aquel cuaderno. Había que copiar las líneas verticales que se repetían en la primera fila y que en páginas sucesivas se doblaban o multiplicaban para preparar el proceso de hacía la mágica escritura, oh, herencia de los textos cuneiformes mesopotámicos. Me veo allí, en la salita de mi casa antigua, en El Ejido, abriendo el cuaderno, emocionado ante la posibilidad de instruirme.
Pero, al poco de empezar a copiar aquellos ‘palotes’, una sensación extraña. Todavía hoy, muchos años después, la revivo con frecuencia: el soberano aburrimiento ante una actividad aparentemente deseada. Al poco, dejé de copiar aquellos rayajos y me fui a jugar, con la promesa de «ya lo terminaré después». Pero no lo terminé y ahí comenzó mi proceso de acumulación de tareas pendientes que se prolonga durante más de tres décadas.
Pereza, vagancia, hueva… La más maravillosa de todas las labores: no hacer ninguna. Nada que alimente más la parálisis que la obligación. Basta que se trate algo voluntario para que se activen todos nuestros músculos y nuestras conexiones sinápticas y nuestros emisores y receptores de esos neurotransmisores que hemos convenido en llamar «ganas». Pero como entren en juego el verbo «deber» o «tener que»... malo.
Copiar ‘palotes’, entregar el informe el lunes a primera hora, dejarlo todo limpio, sonreír a clientes agresivos… Nuestro cuerpo es sabio y nos avisa cuando algo es contrario a ‘natura’. Luego la vida nos va curtiendo el lomo y aprendemos a tragar y a ceder y a hacer esfuerzos por unas supuestas recompensas que o nunca llegan o son mucho menores de lo prometido. Ahora dicen que dejar las cosas para más tarde es malo y lo llaman «procrastinación». Que todavía estoy a tiempo de terminar aquella primera página del cuaderno.

‘Palotes’
04/06/2023
Actualizado a
04/06/2023
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