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El mal leonés

25/05/2025
 Actualizado a 25/05/2025
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Entre los numerosos y bochornosos pasajes que protagonicé cuando hice una obra en mi casa, un tiempo no tan remoto pero que trato de empujar cada día un poco más al fondo de mi memoria, el del tartamudo selectivo fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Cuando el operario me daba explicaciones técnicas de la obra, durante las que él era perfectamente consciente de que yo no entendía una sola palabra y que, sobre todo, tenían que ver con inesperados retrasos e inevitables aumentos de costes (siempre por culpa de otros), el tipo manifestaba un tedioso tartamudeo que me ponía inevitablemente nervioso, «Cli... Cli... Cli... Climalit», «fa... fa... fa... falsa es... es... es.. escuadra», lo que hacía aún mucho más compleja la comprensión, claro, y por supuesto me quitaba las ganas de seguir preguntado nada. Sin embargo, cuando yo no estaba presente y se quedaba hablando con mi novia, al muy hijo de puta le brotaba una locuacidad propia de rapero para contarle que tenía una casa en Ibiza y que estaba invitada a ir «con sus amigas» cuando quisieran. 

Me acordé de aquel disfemo esta semana, a propósito de esa gente que cambia el tono según con quién hable, intérpretes capaces de quebrar por completo su voz ante quien proceda y, acto seguido, repartir pullas y risas en su entorno de confianza. Parece fácil cuando se lo ves hacer a otra persona, pero conquistar el papel de víctima, arrancarle una pizca de compasión a cualquiera, se ha puesto por las nubes, una competición permanente y desbocada con rivales prácticamente profesionales que han encontrado en esa tarea su lugar en el mundo y el principal motivo para seguir viviendo. 

Hablaban en la radio sobre todo ello y sobre las diferencias entre cada uno de nosotros en todo lo que tiene que ver con el umbral del dolor. El especialista invitado, neurólogo para más señas, quiso empezar a establecer diferencias y no comenzó por los tipos de dolor, su duración, su origen, su ubicación o su intensidad, sino que arrancó directamente por lo más controvertido: la diferencia entre hombres y mujeres a la hora de afrontar el dolor. Date. Estábamos todos de acuerdo, tanto los tertulianos desde el estudio como yo, en aquel momento conduciendo rabioso mientras esquivaba morugos por las calles de León, en que las mujeres tienen el umbral del dolor más alto, una mayor capacidad de sufrimiento, según todas las opiniones por padecer desde su adolescencia las consecuencias de la menstruación. En el caso de los hombres, en cambio, el especialista de la radio estableció tres estados muy diferentes: en presencia de su pareja, el dolor se tiende a maximizar; el presencia de otro hombre, en dolor se tiende a minimizar; en presencia de otra mujer, el dolor tiende a desaparecer por completo. 

En la batalla por la victimización no hay un segundo de respiro: se disputa a todas horas en cada pareja, en cada familia, cada calle, cada pueblo y hasta cada comunidad de vecinos. En cada provincia también. Me pasé un rato pensando en las semejanzas y diferencias entre el umbral leonés del dolor y el umbral del dolor leonés, y no llegué a ninguna conclusión, pero reparé en que los leoneses, a los que siempre se nos acusa de victimistas, no nos quejamos igual según con quién estemos tratando. Por ejemplo, el primer estado que apuntaba el experto aquél, el de maximizar el dolor, lo solemos poner en práctica sobre todo con Valladolid, por mil motivos y con un millón de razones, aunque a veces parezcamos el Frente Popular de Judea de ‘La vida de Brian’ preguntándose ¿qué han hecho por nosotros los romanos? Cierto que el papel de víctima se cotiza hoy tan al alza que ya no se lo dejan parecer ni a las verdaderas víctimas y, encima, nos llaman llorones. El segundo estado, el de minimizar el dolor, tiene que ver con las visitas de los representantes de los grandes partidos a León, que siempre consideran que todo está muy bien (incluida esa noticia que pasó inadvertida esta semana y que decía «León registra cada día sólo 5 nacimientos por 18 muertes»), pero que los leoneses somos un poco especialitos, nunca estamos contentos con nada, no vayan a truncar nuestros lloros las prometedoras carreras políticas de los más trepas que ha dado esta tierra. Y, por último, el dolor desaparece por completo, la capacidad de sufrimiento se nos dispara cuando los leoneses estamos rodeados por otros leoneses, a ver quién es más leonés o, mejor: a ver quién es mal leonés. Sólo así se explica que haya gente capaz de comerse seis horas de cola para conseguir una entrada de la Cultural y que se emociona gritando «que sí, joder, que vamos a ascender» o que paga un pastizal para ir a hacer de cirineo por las calles desiertas de Roma, sin que hasta la fecha nadie haya puesto el grito en el cielo, ni en el infierno, ni en el Ayuntamiento ni en la Junta, que fueron los que pagaron, por los 250.000 euros de dinero público que se gastaron en la histórica procesión. Eso sí que duele, al menos a mí, que debo de ser mal leonés.

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