El terrible verano que hemos vivido, sobre todo por los incendios, nos llevó a posar la mirada en este regreso del ‘León de Fernando Rubio’ sobre los sucesos, los más habituales en aquellos años 70, de tantos cambios.
Incendios, robos, homicidios, accidentes de carretera y tren, accidentes laborales, pequeños sucesos de rateros, atracos y hasta dos chicas que fallecieron ahogadas en el Bernesga forman parte de la gran biblioteca de imágenes que custodia Rubio, «más unos cuantos suicidios de los que sí tengo imágenes pero, por supuesto, no mostraré». Por supuesto.
Había realizado Fernando una mirada general a la sección de sucesos de un periódico, recordado a sus redactores —Marcelo y Joaquín Nieves— y hoy se adentra en otros recuerdos, ya más concretos, recordando cómo «los sucesos se reconstruían a partir de fragmentos: una declaración policial, el testimonio de un vecino, una observación directa. Y la redacción era el lugar donde todo eso se hilaba, se ordenaba y se convertía en un relato. Era el arte de la cautela pues la censura obligaba a escribir con prudencia. Los suicidios se camuflaban como ‘muertes repentinas’; los homicidios, como ‘tragedias familiares’.
El periodista tenía que ser preciso sin ser explícito, sugerente sin ser provocador. El titular era un arte: debía captar la atención sin despertar la sospecha de los censores».

Y recuerda cómo se las arreglaban para sortear todas estas dificultades los dos cronistas de la prensa leonesa: «Marcelo Martínez Aláiz dominaba ese equilibrio apuntado. Sus textos eran sobrios, pero cargados de humanidad. Por su parte, Joaquín Nieves sabía transmitir el dramatismo sin caer en el sensacionalismo».
- ¿Y el fotógrafo?
- La fotografía era el complemento indispensable, y más en sucesos, pero su proceso era una carrera a contrarreloj. Había que revelar los carretes en tiempo récord, seleccionar la imagen más potente y entregarla antes del cierre. A veces, la foto no llegaba a publicarse, pero se quedaba en el archivo. Y ese archivo, hoy, es memoria viva. El cierre de edición era una lucha contra el reloj. Si la noticia no llegaba a tiempo, se perdía. Si la foto no estaba lista, se sustituía por texto. Si el titular no pasaba el filtro, se reescribía. Todo se hacía en horas, a veces en minutos, pura adrenalina».
Ya había apuntado Rubio que la redacción era una especie de trinchera, pero también el laboratorio de fotografía tenía vida propia. Y recuerda Rubio como a todos ellos los retrató con maestría el gran Luis Mateo Diez, dando una vez más muestra de su prodigiosa mirada para entender el mundo que le rodea, también el de la prensa leonesa de los 70. Lo hace en Las estaciones provinciales: «Mateo retrata las vicisitudes de un periodista de sucesos en una ciudad con dos periódicos, ‘El Afán’ (por la mañana) y el ‘Vespertino’ (por la tarde), claramente inspirados en Proa y El Diario de León. Marcos Parra, el protagonista, es descrito como ‘un héroe del fracaso’. Un hombre que recorre calles, bares, despachos y plazas en busca de historias que no siempre pueden contarse. Su oficio es el de cronista de lo oculto, de lo ambiguo, de lo que se dice entre líneas. La vida, en el ir y venir de este personaje inolvidable. (...) Parra vive en ese mismo ecosistema de los periodistas reales, una ciudad donde la información se filtra y se oculta. Escribe entre la censura y el rumor, entre la ética y la necesidad de contar. La ciudad que él recorre -Ordoño II, la plaza de Santo Domingo, el río Bernesga- es el escenario de una España que se desmorona y se reinventa, una ciudad sórdida e impredecible». Y, reflexiona Rubio, «esa ciudad sórdida Tuve la suerte de fotografiar y documentar esa ciudad real y de conservar sus imágenes en mi archivo. Lo que diferencia mi experiencia de la de Marcos Parra es la cámara. Yo tuve el poder de capturar lo que no podía escribirse. Marcos (Marcelo y Joaquín Nieves en realidad), en cambio, solo podía sugerir e insinuar, construyendo con palabras lo que yo plasmaba con luz y sombra. Pero ambos compartíamos la misma misión: preservar la memoria de lo que ocurre cuando nadie quiere mirar. Como yo mismo digo, ‘en el periódico salía una foto, pero yo conservo las veinte que hice. Algunas nunca se publicaron, pero cuentan lo que no se podía decir».
Y para cerrar esta mirada sobre aquellas secciones de sucesos Fernando Rubio, lector empedernido, acude a otro texto, en este caso de A. Quiricollo: «En las entrañas del periódico, un mar de tinta y ceniza, yace la sección de sucesos. Es como un cementerio de papel. Sus páginas, frías y delgadas, son sudarios que guardan los ecos de vidas que se desvanecieron sin aviso.
Aquí no hay héroes ni villanos, solo nombres de piedra, como epitafios, y la brevedad de un instante que lo cambia todo y un párrafo, apenas unas líneas, para contar una existencia completa. El latido de un corazón, el brillo de una mirada, el eco de una risa; todo se reduce a una cifra en un registro policial».
¿Ha cambiado esta sección? Uff. Nada que ver. Hoy todo el mundo hace fotos, de todo, muertos y vivos, y en vez de censura ya es la Subdelegación del Gobierno la que envía los sucesos... aunque los periodistas siempre pueden seguir siendo Marcos Parra.
