El humo llegó antes que el amanecer, arrastrando un olor acre que se coló en las casas como un huésped antiguo. Era un aroma que hablaba de madera vieja, de hojas secas y de un verano que se había vuelto demasiado largo. Al fondo, el perfil rojizo de Las Médulas —esas cicatrices bellísimas que los romanos abrieron en la montaña— parecía encenderse por sí mismo, como si el tiempo hubiera decidido devolverle al paisaje la fiebre del oro en forma de fuego.
El fin de semana del 9 y 10 de agosto de 2025, lo sublime y lo banal se dieron la mano en un mismo escenario: mientras los turistas apuraban las últimas fotos desde el mirador de Orellán, el incendio se propagaba a una velocidad muy superior a la prevista. Ardían castaños centenarios, senderos, miradores e incluso las tablas recién barnizadas de las pasarelas turísticas. La población fue evacuada. El viento, el calor extremo y la vegetación seca hicieron su trabajo, sin poesía alguna. El fuego no solo consumió madera y hojas: también chamuscó una mentira. Porque lo que se quemaba no era solo un paraje declarado Patrimonio de la Humanidad en 1997 y Monumento Natural en 2002, sino la distancia obscena entre la postal que vendemos y la vida real que allí se extingue en silencio.
En los folletos y las webs institucionales, Las Médulas son "experiencias premium" para "viajeros de excelencia": un destino de referencia internacional con planes de sostenibilidad turística en mayúsculas y fotografías aéreas que parecen sacadas de un catálogo de National Geographic. Pero basta con caminar por las calles vacías para sentir otra verdad: Carucedo ha perdido un 27,36 % de sus habitantes desde el año 2000, Borrenes un 40,7 % y Puente de Domingo Flórez un 29,21 %. Pueblos que, en las cifras, son solo porcentajes, pero en la realidad son casas cerradas, servicios públicos cada vez más reducidos y plazas donde el eco es el único cliente fijo.
La población envejece, los servicios se apagan y la base productiva es un chiste triste: tres gallineros en Carucedo, ninguna explotación agraria en Borrenes y unas pocas cabezas de ganado en Puente de Domingo Flórez. El turismo estacional y las rentas de quienes viven fuera son la cuerda floja que sostiene lo poco que queda, pero sin la red de una comunidad activa debajo.
El monte se ha transformado en un depósito inerte de materia inflamable, a la espera de una chispa
Ni el sello UNESCO ni las certificaciones recientes han logrado revertir la decadencia. En el altar del marketing se han sacrificado las inversiones que importan: las que dan trabajo estable, las que cuidan la tierra y no solo su imagen. Las leyes de protección, sin un plan integral que las acompañe, acaban siendo un muro que impide más que ampara. Son aterradoras las palabras de los que allí viven: "Lo que se ha salvado ha sido gracias a que los vecinos tenemos los castaños limpios, todo alrededor desbrozado porque recogemos las castañas. Ya no es que no lo hagan ellos, es que no nos lo dejan hacer a nosotros, como somos Patrimonio de la Humanidad no se puede ni limpiar, ni cortar leña, ni hacer fuegos controlados en invierno… nada, solo dejar crecer el monte para que cuando venga un incendio así, nos devore a todos".
Se habla de sostenibilidad, pero los proyectos para una marca agroalimentaria local o para cooperativas que transformen los recursos del territorio siguen en la carpeta de las ideas que nunca salen del PowerPoint. Como en esas viejas naturalezas muertas de Sánchez Cotán, el esplendor de Las Médulas se muestra inmóvil, perfecto… y condenado por la falta de vida que lo sostenga. Privado de las actividades agrarias tradicionales, el monte se ha transformado en un depósito inerte de materia inflamable, a la espera de una chispa. El abandono disuelve los antiguos mosaicos de biodiversidad y los convierte en masas continuas de combustible. El clima, cada vez más extremo, ha hecho el resto.
No fue un accidente: fue la consecuencia inevitable de un modelo que cuida la imagen pero descuida el cuerpo que la sostiene
Sin ojos que vigilen ni manos que trabajen la tierra, el fuego de agosto era solo cuestión de tiempo. Bastaba el incendiario de turno o el rayo fortuito. No fue un accidente: fue la consecuencia inevitable de un modelo que cuida la imagen pero descuida el cuerpo que la sostiene. El fuego, con su luz implacable, ha revelado lo que las postales nunca muestran: que un paisaje sin gente es apenas un decorado a punto de colapsar.
Ninguna imagen perfecta —por más pulida, promocionada o premiada que sea— puede sostenerse si detrás no hay manos que limpien y pastoreen, que siembren, poden y gestionen el monte; si no hay una economía que respire más allá del turismo estacional, con productos nacidos de la tierra y oficios que huelan a madera y a metal; si no permanece una población arraigada, formada, con razones para quedarse y no excusas para marcharse. Sin esa respiración humana, Las Médulas no son más que un hermoso silencio, frágil, listo para ser devorado por el primer viento encendido.
En medio del humo, las palabras grandes —Patrimonio, Estrategia, Plan, Calidad— suenan huecas. Ningún distintivo internacional sirve de escudo contra el fuego si no hay quien viva en la casa. Reconstruir Las Médulas no es restaurar pasarelas ni reabrir miradores; es reactivar la agricultura, recuperar los oficios, devolver la gestión tradicional del monte a quienes lo conocen. Es invertir en las personas antes que en los letreros. Pero eso exige algo incómodo: admitir que el turismo, por sí solo, no puede sostener un territorio. Y que la conservación no es un lujo para visitantes, sino un trabajo diario de quienes habitan el lugar, incluso si sus botas no salen en la foto oficial.
La postal que el mundo admira —la tierra roja bajo un cielo que Turner habría pintado en un capricho de luz— corre el riesgo de volverse puro cartón piedra, un decorado para una función que ya no se representa. Se creyó que bastaba con convertir el paisaje en marca sin contar con el territorio que le da sentido. Que era posible proyectar una imagen internacional sin ningún arraigo local. Pero la realidad —implacable como el fuego— termina siempre por devorar las quimeras.
Quizá, dentro de unos meses, los brotes verdes se atrevan a asomar entre la ceniza, recordándonos que la vida insiste incluso cuando no la cuidamos. Tal vez un castaño rebrote con la terquedad de quien sabe que los siglos se cuentan en anillos. En ese instante, el lugar se parecerá más a un lied de Schubert que a una pieza de museo: breve, frágil y hermoso. Pero si nada cambia, si la postal sigue vacía de gente y de propósito, la próxima chispa volverá a escribir en humo lo que nos negamos a leer en cifras. Al caer la tarde, cuando el viento cese y las brasas se apaguen, alguien tomará una foto de las montañas rojas bajo un cielo limpio, y en las redes la imagen recibirá cientos de corazones. Pero yo seguiré viendo, detrás de cada like, la sombra de un territorio sin voz, hermoso y frágil como una joya antigua guardada en una vitrina: intacta a los ojos, pero muerta al tacto.