Carpe Diem ¡A Tope!

Hubo un instante en que la uva, el vino y la vida fueron eternamente jóvenes, como si la eternidad cupiera en una copa de maceración carbónica

13/10/2025
 Actualizado a 13/10/2025
La Fiesta del Vino Nuevo celebrada en el Palacio de Canedo en ediciones anteriores, con Fernando Tascón de pregonero, disfrazado de Prada.
La Fiesta del Vino Nuevo celebrada en el Palacio de Canedo en ediciones anteriores, con Fernando Tascón de pregonero, disfrazado de Prada.

Hay tardes de noviembre en que el aire sabe a uva aplastada, a mosto espeso que fluye por las rendijas de la memoria. Basta cerrar los ojos en la bodega del Palacio de Canedo para que la penumbra se encienda en violáceos, en aromas de mora recién desgajada, de frambuesa insolente que no teme al invierno. Y uno, entre barricas y depósitos, siente el mismo estremecimiento que pudo sentir un campesino medieval en las colinas de Borgoña, cuando descubrió que el racimo entero, sin la violencia del lagar ni el bisturí del despalillado, escondía una alquimia secreta. La llamaron maceración carbónica, como si en ese nombre químico, casi frío, pudiera guardarse el vértigo sensual de un fruto que fermenta sin perder su inocencia.

El ritual se repite, año tras año, en Beaujolais y también en El Bierzo: racimos enteros, apilados como cuerpos que se entregan unos sobre otros, hasta que los de abajo ceden, se rompen, y el mosto inicia su rebelión alcohólica. Entre las bayas intactas ocurre el milagro invisible: la fermentación intracelular, un murmullo íntimo, una palpitación que recuerda al del feto en el vientre materno. En la oscuridad del depósito, las uvas viven su breve purgatorio antes de transfigurarse en vino.

Borgoña convirtió este gesto en espectáculo planetario: el tercer jueves de noviembre, millones de copas se alzan para celebrar la llegada del Beaujolais Nouveau, ese vino tan efímero como un amor adolescente. En El Bierzo, Prada a Tope -marca y manifiesto, bodega y personaje- lleva años replicando el gesto con un estilo propio, levantando cada otoño la bandera de la Fiesta del Vino Nuevo. No se trata de imitación, sino de diálogo: de la Borgoña a Cacabelos, del Gamay a la Mencía, de la liturgia francesa a la alegría berciana.

El segundo sábado de noviembre, como en un rito ya consolidado, se presenta el Prada Maceración Carbónica, un vino joven que promete mostrar a la Mencía en su versión más descarada y luminosa. «Prada nouveau est arrivé», se escuchará entre risas y copas alzadas, como un guiño cómplice al famoso eslogan publicitario del Beaujolais francés.

La cita no es banal: es muy difícil conseguir una entrada para el evento, como si El Bierzo entero y sus visitantes hubieran encontrado en este vino la excusa perfecta para brindar contra la melancolía del otoño. Y, sin embargo, detrás de la fiesta aletea una paradoja deliciosa. La Mencía, uva de hondura mineral, de taninos nobles y vocación de guarda, se desnuda en este proceso hasta quedar ligera, frutal, casi traviesa. Como si un monje benedictino de Cluny o de Santa María de Carracedo hubiera abandonado el claustro para bailar en la verbena. Hay algo de profanación en esta elaboración: la nobleza se disfraza de gamberra, lo serio se vuelve juguetón, la tradición aprende a reírse de sí misma.

No es extraño que esta dualidad despierte sospechas entre los puristas. ¿Acaso no decía el duque de Borgoña, en 1395, que la Gamay utilizada en la maceración carbónica borgoñesa era una uva vil, indigna de competir con la Pinot Noir? Quizás temía, más que su rusticidad, su capacidad de seducción inmediata: ese golpe frutal que cautiva al paladar sin exigir meditación. En el fondo, la historia del vino es también una lucha de clases: el prestigio solemne de los vinos de guarda frente a la insolencia popular del vino nuevo. La eternidad contra el instante. 

Prada a Tope, con su ironía vital y su instinto provocador, ha elegido comenzar su ciclo anual desde el bando del instante. Su maceración carbónica no es solo un vino, es una declaración estética y política. En un mundo que siempre nos empuja hacia la espera, como las hipotecas interminables, alzar la copa de un vino que exige ser disfrutado joven es un acto de rebelión: celebrar el instante frente a la eternidad prometida. Beber el ahora, sin pedir permiso al futuro: eso es vivir el carpe diem. ¡A Tope! Pero cuidado: no se trata de frivolidad. Bajo la ligereza hay una búsqueda de autenticidad. Como los impresionistas que, frente al academicismo, pintaban la luz cambiante de un jardín en un instante preciso, la maceración carbónica capta el pulso efímero de la vendimia recién nacida. Y lo hace sin artificio, sin madera que maquille, sin la retórica de la crianza. En tiempos de simulacros y grandilocuencias enológicas, un vino que se muestra tal cual es -fresco, chispeante, directo, juvenil- encierra una lección de honestidad.

Caminar por El Bierzo en noviembre es sentir esta tensión entre lo sublime y lo cotidiano. Las laderas cubiertas de viñas se tiñen de ocres y rojizos, como si Cézanne hubiera dejado caer su paleta sobre sus valles. En los pueblos, las cocinas huelen a castañas asadas y a lumbre de leña. Y en medio de esa belleza humilde, aparece la copa de Mencía de maceración carbónica, violeta intenso, fragante, ligera, como un destello de modernidad en un paisaje arcaico. El contraste es perfecto: lo ancestral y lo inmediato, lo sagrado y lo festivo. 

Quizás ahí radique la grandeza de esta propuesta de Prada: en tender un puente entre mundos aparentemente opuestos. Entre la Borgoña aristocrática y El Bierzo campesino, entre la Gamay proscrita y la Mencía redimida, entre la seriedad del vino de guarda y la insolencia del vino nuevo. Cada sorbo es una lección de dialéctica, un recordatorio de que la vida no se deja atrapar en una sola categoría.

Al fin y al cabo, ¿qué es el vino sino metáfora líquida de nuestra condición? Nacemos jugosos, dulces, prometedores; el tiempo nos da cuerpo, complejidad, a veces amargura. Pero hay un momento, fugaz, en que estamos en plenitud, brillando sin máscaras ni cargas. Eso es lo que embotella la maceración carbónica: la juventud misma, con su frescura y su desenfado, pero también con su fragilidad y caducidad.

Cuando la fiesta del vino nuevo concluya, cuando las copas vacías se acumulen en las mesas y los brindis se diluyan en canciones rotas, quedará la certeza de haber celebrado algo más que un vino. Se habrá celebrado el instante, el derecho a gozar antes de que el invierno lo congele todo. Y quizás, en esa comunión de risas, aromas y las luces decorativas del Palacio de Canedo, El Bierzo habrá encontrado su particular respuesta a la Borgoña: un modo de decirle al mundo que también aquí sabemos bebernos la vida en su esplendor más breve. 

Porque quizá la verdadera sabiduría no consista en añejarlo todo, sino en saber reconocer el momento exacto en que el vino -y nosotros mismos- alcanzamos esa frescura irrepetible. Un segundo después, ya será tarde. Solo quedará el recuerdo de la copa alzada y la certeza de que existió un instante en que todo -la uva, el vino, la vida- fue joven para siempre, como si el tiempo se hubiera detenido solo para mostrarnos que el auténtico carpe diem se bebe a sorbos, antes de desvanecerse.
 

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