29/05/2023
 Actualizado a 29/05/2023
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Todavía no aparece el clima entre los temas favoritos de las campañas electorales. Vivimos en la urgencia, en el cortoplacismo vecinal, y aunque hay razones sobradas para estar preocupados por el medio ambiente, a la hora de la verdad se impone el ruido político, su monocorde y aburrido relato, y lo verdaderamente importante se soslaya o se deja para otra mejor ocasión.

Sin embargo, los votantes tienen preocupaciones ecológicas. No todos, seguramente, pero sí muchos. Se sabe que hay una mayoría que reconoce sin ambages el problema climático, y que comprende las acciones para la defensa de la naturaleza, aunque, en general, preferiría que no influyeran mucho en su forma de vida. ¿Esto es posible? ¿Se puede defender el medio ambiente, bajar las emisiones de forma drástica, reformular las políticas de consumo de agua, sin modificar en un solo ápice nuestro estilo de vida?

Dicho de otro modo: hay un ecologismo (la palabra, a estas alturas, debería estar desprovista de las críticas de los demagogos habituales) que tiene información científica, que sabe lo que está pasando, y que respeta el debate e incluso lo apoya, pero sin decidirse a participar activamente, o, si lo prefieren, sin emprender acciones más radicales. Ecología sí, pero no si eso implica modificar sustancialmente los hábitos y las costumbres. Todavía se ven los cambios necesarios en la industria, en la agricultura o la ganadería, como una forma de regresión, como una vuelta al pasado, en lugar de entenderlos como una manera de alcanzar el futuro, como una forma de apoyar la seguridad alimentaria, como una forma, en suma, de sobrevivir.

Los discursos populistas que abogan por la ignorancia colectiva (ojos que no ven, etcétera) pueden calar en la población a corto plazo, y ese plazo suele ser precisamente el de las elecciones. Sin duda, una de las grandes dificultades de los defensores de las políticas verdes (estas frases siguen provocando alergia a algunos, lo sé) reside en el cortoplacismo electoral. En la creencia de que ya habrá tiempo para abordar esas cuestiones, si es que las abordamos, porque lo que interesa, ay, es el aquí y el ahora. Como si la crisis climática fuera algo que perteneciese exclusivamente al futuro. Como si no estuviera ya entre nosotros, ofreciendo graves señales de alarma.

Me temo que la política es reacia a acometer ciertas proyecciones que cree lesivas para sus intereses electorales. Pero es inútil prorrogar más tiempo el debate medioambiental, como la Comisión Europea ha hecho saber (la Ley de Restauración de la Naturaleza, sin embargo, se enfrenta a un recorrido complejo). Seguro que hay muchos motivos, algunos razonables, para criticar a las autoridades europeas, pero a estas alturas me parece que los grandes temas que preocupan a este continente, a esta entidad política, son indiscutibles. Hay datos científicos suficientes que avalan el gran problema climático al que nos enfrentamos, y, ya puestos, sólo tenemos que comprobar lo que pasa una y otra vez, año tras año, a nuestro alrededor. Podemos negarlo, podemos sacar a pasear de nuevo nuestro fantástico y algo sobrevalorado escepticismo (no siempre es una virtud: a veces, un incordio), pero imagino que el relato científico será respetado. Aunque ¿quién sabe?

La polarización ha llegado también a las políticas del clima. Sea por el miedo a ser castigados en las elecciones, o por convencimiento propio, el peso del debate medioambiental, particularmente en el sur (y ahí está Meloni para demostrarlo) sigue siendo menor, no sólo en las contiendas electorales, sino en el día a día parlamentario, como si siempre hubiera alguna situación más concreta (y, claro, más urgente) que se llevase por delante el resto de la agenda. Es lo que tienen las proyecciones: siempre son para mañana. Pero sucede que el sur, precisamente el sur, es el que está más acuciado ahora mismo por los efectos del cambio climático, que ya ni los negacionistas habituales niegan, pero que consideran manejable a corto plazo. La agenda de los Acuerdos de Paris no ha tenido más que obstáculos, y no sólo los derivados de la inconsciencia política de Donald Trump.

Tenemos un grave problema con las emisiones, que deberían acelerar las trasformaciones industriales, sobre todo en el diseño de la movilidad. Ayer, en una entrevista en el diario ‘El País’, el economista Timothée Parrique recordaba que “el ritmo de reducción de emisiones en Europa está a años luz de lo que hace falta”, al tiempo que proponía una estrategia de decrecimiento. En un mundo en el que se juega el mercado mundial con movimientos de enorme calado, esta propuesta resulta tan interesante como polémica. El decrecimiento de la actividad, para reducir la huella ecológica, es un concepto que ya está en marcha, aunque de forma limitada (ahí está la batalla entre el avión y el tren para las distancias cortas), pero en economía hay discrepancia sobre las bondades de reducir el consumo. ¿Qué pasaría con los empleos?, dicen algunos. Parrique contestaba ayer que hay que potenciar la semana de menos horas y aumentar el tiempo libre. Tal vez sea la solución ideal, pero, si seguimos haciendo proyecciones de futuro, salvo algunos experimentos, el sistema aún parece lejos de poder generalizarse. Llegará un día, quizás no lejano, en que el trabajo de cinco días semanales sea obsoleto. La buena economía debería poder soportar una visión más humanista.

Pero volvamos al clima. No sabemos si los partidos llevarán este asunto a las próximas elecciones generales. Deberían hacerlo. ‘Strictu sensu’ es lo único importante. Podemos hacer proyecciones a corto plazo sobre asuntos vitales, como la vivienda, por ejemplo, pero, en cierto modo, todo remite al clima. Si las personas se ven obligadas a cambiar de modo de vida, a desplazarse de sus territorios, a causa de la falta de agua, por ejemplo, ya no será necesario convencer a nadie para que haga una vida más ecológica. La realidad nos pondrá en su sitio. Y nadie podrá decir: «¡haber avisado!», Otros contestarían: «¡haber escuchado!». Los países desarrollados, como el nuestro, tienen aún muchas posibilidades de mejora, siempre que no nos empecinemos en negar el problema que afecta al sur. Otros, como el Cuerno de África, donde las sequías se alargan durante años, han llevado a la quiebra, a la emigración masiva, a la pobreza más absoluta. Muchos países ricos no comprenden aún que gran parte del problema migratorio tiene que ver con la falta de alimento, con la destrucción de los sistemas agrícolas locales, o con los conflictos bélicos. La emergencia climática es un asunto global. ¿Entrará ya en el debate cotidiano?
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