11/05/2025
 Actualizado a 11/05/2025
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Como cada segundo sábado del mes de mayo, o sea ayer, Vegas y Villanueva del Condado celebraron la romería de Villasfrías en la ermita del mismo nombre, que se encuentra a medio camino entre ambos pueblos. En principio no hay vínculos con el nuevo papa pero todo es cuestión de ponerse. Allí, como en prácticamente todas las ermitas, la virgen se le apareció a un pastor. Allí, como en prácticamente todas las romerías, después de la misa hay fiesta y comida popular, fréjoles para más señas: cada uno de los dos pueblos hace su propia alubiada y se reparten a los lados de la ermita, dando pie a una conversación en bucle de siglos sobre si estaban mejor los fréjoles de Vegas o los de Villanueva, debate en el que a los catadores que opinan con solemnidad les pasa lo mismo que a los periodistas deportivos: sólo ellos se creen objetivos. De haberlo sabido, Fairy no hubiera necesitado inventarse los pueblos de Villarriba y Villabajo para grabar su famoso anuncio.

De cada uno de los dos pueblos sale una procesión en la que los mozos portan con orgullo sus respectivos pendones, que se saludan frente a la ermita, justo antes de la misa. Lo llaman ‘el beso de los pendones’ que, ya de entregado a metáforas televisivas, la verdad es que ahora suena a ‘La isla de las tentaciones’. Vegas y Villanueva se reparten la organización según el año sea par o impar, y el matrimonio de mayor edad del pueblo al que le toque asume el papel de ‘mayordomo’, que se encargan del cuidado y puesta a punto de la ermita. A mi tía Solange, que era devota en general y de la virgen de Villasfrías en particular, nunca le tocó asumir el cargo, supongo que por haber sido soltera, solterona que dicen en la zona. Lo hubiera hecho de maravilla, rápido y con determinación, como lo hacía todo. Ayer la lluvia deslució la romería, pero la verdad es que yo lo agradecí: la echaba de menos de una forma despiadada.

Mi tía Solange murió en noviembre, a los 93 años. Era la hermana de mi abuela y acabó haciendo de hija, de abuela, de hermana, de madre, de amiga... y de tía, claro. Sobre todo de tía. Si contamos su hortensia favorita, que casi nos echa del patio, tuvo en total 25 sobrinos. «Yo ya no crío más polladas», decía cada vez que nacía uno, pero a todos nos acaba cogiendo el punto. A mí me quería tanto que, de la barra pan, me daba siempre los dos curruscos

Cuando murió, para tratar de explicar lo que significaba para mí de forma resumida, le decía a la gente que había fallecido mi abuela, aunque luego las explicaciones se me volvían en contra cuando contaba que ella siempre decía que había tenido tan buena salud por no haberse casado, así que a alguno le explotaba la cabeza pensando en cómo podía ser mi abuela si estaba soltera. Además de para los sobrinos, tenía también muy buena mano para las flores. Hablaba del vicio de los geranios, de la elegancia de las glicinias, de que las hortensias eran unas caprichosas y de la alegría de las margaritas, que eran sus favoritas, seguramente por su sencillez. En esta época empezaba el ritual de pedirme que le cavara la tierra («¡Cómo se nota que no tocaste un escabuche en tu vida! Esparces más que las gallinas»), que le trajese abono, que la llevase a comprar a algún invernadero... para que en Santiago el patio estuviese a reventar, siempre lleno de flores, no cabía un color más. Era casi enfermiza su relación con las flores. «¿Pero cómo puede tener tantas rosas ese rosal si la señora que lo plantó se murió el año pasado?», me preguntó día al pasar por la casa de una extraña. Quizá por eso ella, cuando llegaba el frío y cerraba la casa de Vegas para volver a León, arrancaba todas las flores del patio aunque aún estuviesen coloridas y hermosas, algo que siempre me había inquietado: nunca supe si lo hacía por la pena de no poder verlas aún relucientes o por la pena de saber que se iban a ir secando sin que nadie lo impidiera.

Nunca esperó por nadie, nunca dio explicaciones, nunca quiso pedir ayuda. Rompió barreras sin saber que las rompía, sin darse importancia, empoderada de nacimiento, porque no le quedó más remedio. Desde hace unos cuantos años estiraba el verano de más porque le parecía que podía ser el último para ella. Yo no le hacía caso porque cada vez que comprábamos leña decía «ésta ya no la quemo yo»... y aún ardieron varias toneladas. El último septiembre pasó las tardes mirando sus flores desde el porche, callada, sin poner siquiera la radio, su compañía más fiel. Parecía que estuviera literalmente deshojando recuerdos. Supongo que sabía lo que iba a pasar, a las flores y a ella. Supongo que igual la miraba yo.

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