El 24 de febrero de 2022 estalló la guerra entre Rusia y Ucrania. El conflicto continúa, aunque se haya dejado de hablar de ello a diario. Más de 550 días, que se dice pronto. De vez en cuando llegan noticias sobre algún bombardeo, o las declaraciones puntuales de un mandatario u otro.
Es triste que las penurias, auténticos dramas, que sufren tantas personas en los países afectados, caigan poco a poco en el pozo del olvido o la indiferencia. Indigna pensar en las nefastas consecuencias económicas que tal desgracia nos hace acarrear al resto del mundo. He escuchado muchas veces comentar que estas cosas no vienen a cuento en esta época en la que vivimos. Cuesta entender que hoy en día un desacuerdo pueda escalar hasta alcanzar dimensiones de semejante calibre. Del mismo modo resulta inexplicable que nadie en la actualidad, en plena era de la comunicación, sea capaz de ponerle fin.
Pero este pasado fin de semana, la cruda realidad volvió a golpear para recordarnos que las contiendas armadas no son cosas del pasado. Israel declaró el estado de guerra tras un ataque masivo por parte de Hamás desde la franja de Gaza. Y no parece que tenga expectativas de resolverse a corto plazo.
Son dos ejemplos de luchas por territorios. Su repercusión a nivel internacional será diferente. Su desarrollo y desenlace también, obvio. Sin embargo, tendrán en común la desolación que dejarán en su transcurso.
No puedo evitar preguntarme qué sentido tiene defender o pelear por un territorio de esa forma, es decir, destruyéndolo.
Porque lo único que va a poseer el supuesto vencedor es una determinada extensión en ruinas, cubierta de cenizas y envuelta en el humo de la miseria.
Eso sin contar las muertes, el odio y el hambre, cuyos efectos son imposibles de paliar. Pasarán años, décadas tal vez, hasta que sea reconstruida y habitable de nuevo.
Así que no considero que ganar una guerra sea motivo de orgullo, ¿se le puede llamar victoria al resultado de una catástrofe provocada?