Escribir los jueves tiene el problema de que los lunes ya los ha exprimido todo el mundo. Del apagón del lunes se ha dicho tanto que ya hasta Iker Jiménez parece repetitivo. Pero uno no se resiste a dejar constancia de lo vivido en León, donde las terrazas se llenaron como si estuviéramos en San Juan y San Pedro. Los bares, dispuestos a cerrar, cambiaron de opinión al ver que la clientela aumentaba. No había luz, ni TPV, ni lavavajillas, pero sí cerveza. Y mientras hubiese Mahou o Estrella de Galicia, en caña o botellín (incluso sin tapa), todo estaba controlado. Me queda la duda de si, al acabarse la cerveza, empezarían los saqueos o simplemente colapsaríamos por abstinencia.
León vivía una postal casi distópica: niños jugando en los parques sin tablets ni móviles, como si los padres hubieran abierto kits de emergencia con combas, rayuelas y hula hoops. Adultos leyendo en bancos públicos que hasta ese momento sólo eran frecuentados por palomas. La ciudad, sin semáforos ni información, fluía como un pueblo nórdico: coches cediéndose el paso, vecinos informándose de tiendas abiertas, colas en silencio. A veces, cuando el Estado se apaga, la sociedad enciende el sentido común. Qué tentador pensar que sobran leyes cuando sobra civismo. Incluso las mascotas parecían más serenas…
Y en medio de todo, el sonido de Radio María colonizando el dial como si hubiera hackeado las ondas. Bastaba encender una radio analógica y ahí estaba: rosario, letanías, misas. Algún murmullo de Radio Nacional y alguna canción en Vive Radio resistía, pero está claro que, si llega el apocalipsis, la última voz que escucharemos será la de una monja recitando el Ave María con eco místico. No sé si tranquiliza o inquieta. Nada de redes sociales, ni un meme ni un gif. Sólo esa misa de media tarde que pareciera unir a la sociedad en su más puro cínico desconcierto.
Los expertos (de barra) nos explican ahora cómo funciona la red eléctrica como si hubieran estado diseñando el CCGT de Soto de Ribera. Pero más allá del fallo técnico en la interconexión con Francia, parece que se pasan por alto los aspectos económicos. El lunes, a partir de las 13h, se preveía que el precio de la electricidad fuera negativo. ¿Y si algún productor, no dispuesto a perder dinero por verter a la red, decidió bajar el “interruptor”? Si sumamos la fragilidad de una red sobredimensionada en renovables, con mercados que castigan al que produce, quizá el castillo de naipes empezó ahí. La Navaja de Ockham nos recuerda que la explicación más sencilla suele ser la acertada: si de repente se esfumaron 15 gigavatios, igual no fue magia. O no se produjeron, o se perdieron en la red, o ambas cosas.
Al final, sobrevivimos. No por la resiliencia digital, ni por los protocolos de emergencia. Sobrevivimos porque en este país, mientras haya cerveza fría y algo que contar al de al lado, la catástrofe puede esperar cinco minutos más.