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El último hombre en la tierra

19/04/2020
 Actualizado a 19/04/2020
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De mis sueños recurrentes, el único confesable es el de despertarme solo en el mundo.Creo que lo empecé a soñar cuando era un prepúber que deseaba más que nada en el mundo sacarse el carné de conducir, y lo que más me atraía de la situación era poder conducir todos los coches que había en la calle. No es demasiado original, creo que todo el mundo ha soñado algo parecido aunque no aprovechase la soledad para conducir coches ajenos, hasta el punto de que hace algunos años apareció en televisión una serie titulada ‘El último hombre en la Tierra’ que se enmarca en ese mismo escenario, tan parecido al que hoy tenemos al pisar la calle: el virus obligará a revisar el concepto de ficción. No es especialmente buena pero pertenece a mi género favorito de comedias, de esas que no te ríes mientras la ves pero sonríes cada vez que la recuerdas. Así suele ser el reflejo de los días más intensos. Me pasa con algunos entierros: el dolor de la pérdida te sigue apuñalando todos los días, a menudo con saña, pero el recuerdo del funeral se llena de escenas tragicómicas que me traen una mueca de algo parecido a alegría. La mezcla de personas más o menos queridas que no tienen absolutamente nada que ver entre sí genera situaciones irrepetibles, al menos para los que no pasamos por el altar, porque nunca nadie hubiera podido imaginar la conversación entre un pariente lejano y un antiguo compañero de clase sobre si la urna que porta las cenizas del finado tiene un cierre similar a los pimientos en conserva o nada que ver.

Lo único bueno de los entierros es que ponen en su verdadero lugar el resto de los problemas, llegando a ridiculizar las que hasta ese momento nos parecían preocupaciones. Salvo cuando muere un torero o una tonadillera, no cabe una posible pugna por el protagonismo, que para su desgracia asumen inevitablemente el difunto y su familia, así que tampoco suele quedar lugar para la lucha de egos. Por fuertes que sean los celos, los rencores y los resentimientos, las convenciones sociales permiten que entren en una especie de cuarentena, un paréntesis en los odios que puede durar lo que el luto o simplemente terminar con el «podéis ir Paz».

España lleva un mes en un funeral permanente y los entierros se tienen que celebrar a puerta cerrada, negando así toda posibilidad de encontrarles una vertiente cómica y obligándonos a quedarnos solo con el drama. Puede que algunos de quienes ahora los padecen lo prefieran así, para ahorrarse la monserga de los pésames y el velatorio, del mismo modo que puede que alguien, cuando termine el confinamiento, diga que prefiera quedarse en casa: para lo que hay que ver... Entre la población, esta especie de entierro nacional ha rescatado la vieja costumbre de aparcar el resto de problemas durante el periodo de luto, forzosamente relativizados por las circunstancias, de modo que estos días, a golpe de teléfono, se recuperan amistades que llevaban años rotas y parecían irreconciliables, incluso algunas familias se reestructuran por obra y gracia del Covid-19. Se baja la guardia del orgullo por causas de fuerza mayor.

La única que parece no entender de lutos es la política española, que engulle en sus debates a los fallecidos y a sus familiares con la misma obscenidad que antes engulló las muertes causadas por el terrorismo, el machismo, los accidentes de tráfico o la huida desesperada de los migrantes, demostrando una vez más que su maquinaria no se va a detener por nada porque ya parece completamente deshumanizada. No hay excepciones, pero especialmente cruel está resultado la actuación del PP, que a su experiencia acumulada de echar muertos en cara suma ahora una crisis de identidad que nos acerca a todos un poco más hacia el abismo. Al contemplar la forma en que los gobiernos y sus respectivas oposiciones afrontan esta crisis en el resto de países, no es envidia lo que uno siente, sino un poco más de miedo. Aquí ya no les pedimos que solucionen cuanto antes un problema que a cualquiera superaría: simplemente que dejen de hacer el ridículo. Si el virus nos va a obligar a revisar el concepto de ficción, quizá ha llegado el momento de revisar también el concepto de política. A buen seguro que a ninguno de los que hoy la ejercen en España se le recordará con una sonrisa. Ojalá no haya siquiera que recordarlos nunca.
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