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Duelos y Quebrantos

02/11/2022
 Actualizado a 02/11/2022
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Si no pasó, pudo pasar. Al ponerse el sol llega la noche que en esta época es más negra y más larga. El otoño lluvioso, frío y oscuro, como los versos de Robert Frost: «El bosque es hermoso, oscuro y profundo... caminar antes de dormir». Una metáfora de la travesía de la vida hasta el sueño eterno. El sueño eterno recurrente en la novela de Raymond Chandler.

En los pueblos de la montaña las noches eran como el azabache y por las calles solitarias vagaban famélicos lobos husmeando.

A partir de Todos los Santos y El Día de los Difuntos, con las castañas apañadas, la gente celebra los magostos y filandones. Eran éstos como aquelarres, a la luz de un candil que proyectaba negras sombras sobre los muros de piedra. Nada que ver con las ñoñerías que ahora se hacen en colegios y sitios culturales. Naturalmente se hablaba de los vecinos o familiares recientemente muertos, cuyas bondades se alababan con mayor o menor convicción y se contaban historias más legendarias que reales.

Una de las más conocidas, cuenta la muerte de la Señora Eulalia, que murió virgen y mártir por defender ‘la matanza’. Más de cien mil puñaladas, la última la mató.

Más infame es la de una familia famélica que pierde al padre. No pudiendo sufrirlo, la viuda va al camposanto y roba la asadura del marido, recién enterrado. Pero el muerto se levanta y poco a poco se aproxima: «María, dame la asadura dura que me quitaste de la sepultura...» Hasta que entra por la puerta dejando horror y masacre.

Algo parecido escuché en la Montaña Central, de un hombre con un hijo que contrae matrimonio con una viuda. No tanto por hambre como por odio, la mujer mata al hijo. Le corta la cabeza y entra en casa. «Os voy a dar buena cena que merqué en la plaza por tres cuartos». Le cortó la lengua, le sacó los ojos y los huesos para el perro que entre lágrimas (si es que los perros lloran) abrió un hoyo con el hocico y ahí enterró los despojos. Los demonios no cabían por la puerta, agolpados para arrastrar al infierno aquella mala pécora.

Está la de del fanfarrón que, tal día como hoy, apostó en la taberna que «pasaría toda la noche en el Camposanto, entre los muertos. Las luces del pueblo se atenuaron a la salida del pueblo y, por el camino, ya lamentaba aquella bravuconada. No cabía la marcha atrás si no quería ser el ‘hazmerreir’ del pueblo y tildado de cobarde para toda su vida.

Estaba ya a punto de saltar la tapia cuando sintió que alguien tiraba de su capa. Al abrir el día lo encontraron con los ojos abiertos, cubierto de escarcha y la capa prendida de una zarza».

Este es mi ‘jalouin’.
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