Los juegos judiciales: Episodio 4

Cuarta entrega de los relatos futuristas del escritor Daniel Casado

Daniel Casado
28/07/2021
 Actualizado a 08/09/2021
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Tenemos poco tiempo para salir de aquí —indicó Vicra—. Y no lo haremos si no resolvemos este acertijo. Una serie de varios jeroglíficos encriptados nos indicaba que debíamos completar dicho fragmento. Con anterioridad, Vicra había mencionado que conocía la nomenclatura egipcia, pero que ninguna de las opciones tenía sentido alguno para ella. El único resquicio con el que obtener una posible respuesta residía en el laberíntico enigma que se planteaba ante nuestros ojos. Con la templanza que caracterizaba a los cinco Caminantes del Tiempo, discurrimos hasta descifrar las ignotas cavilaciones que pasaban por nuestras cabezas.

—Es solo un laberinto —apuntó Iban—. Resolvámoslo y salgamos de este lugar.
—No es tan fácil como eso, Iban —dijo ahora Alice—. Tenemos que encontrar una similitud entre el laberinto y los jeroglíficos.
— ¡Ya lo tengo! —La creatividad surcó mi mente hasta que encontré la respuesta a todas las preguntas—. Tienes razón, Iban. Lo primero que debemos hacer es recordar todos los pasos que hemos dado hasta llegar a este punto. Puesto que este laberinto no es más que la planta cuadrangular de la pirámide de Keops, en la que nos encontramos. Siguiendo el camino recorrido hasta aquí. Así, una vez tengamos dibujado el trazo hasta la salida, sabremos qué pasillos escoger para no perdernos en su interior.

— ¡Eres todo un as del Antiguo Egipto, Ernest! —volvió a gritar Iban.
—Es una buena opción, camarada —intervino ahora Vicra—. Podemos intentarlo.

Con un HectoLápiz que Alice extrajo de un compartimento secreto de su Traje Judicial, anduvimos por los pasillos figurativos de la planta de la pirámide hasta encontrar la salida en el pergamino. Una vez dedujimos en qué punto geográfico nos encontrábamos, seguimos las directrices proyectadas en el papiro y conseguimos llegar hasta una gruesa pared de piedra caliza. Era el mismo material que recubría el exterior de la escandalosa estructura egipcia. Estábamos a menos de dos metros de la salvación, aunque nos faltaba un último secreto de descubrir.

— ¿Y ahora qué hacemos? —la expresividad de Iban resaltaba su inquietud—. Estamos atrapados.
—Ahora hay que utilizar los jeroglíficos. Si os fijáis bien —intervino Vicra, derrochando la sabiduría de la que siempre se jactaba— el dibujo que ha sido representado en el laberinto, perteneciente al camino de salida de la pirámide, se parece a uno de los grupos de jeroglíficos. Si utilizamos la pluma y el búho para rellenar el hueco en la frase, obtendremos una expresión con significado.
—Tú sabes leer esto, ¿verdad? —inquirió Alice.

Su tez palideció. De sus labios emanaron palabras que no supe reconocer. Y con su calla pronunciación, un conjunto de rocas se movilizó mecánicamente para dar paso a la luz natural del infalible astro.

— ¡Nominatim! —había dicho Vicra.

Con rapidez, nos encaminamos hacia el exterior. Tras de mí, sentí cómo las piedras que conformaban la pared volvían a su lugar y cuando me dispuse a dirigir la mirada hacia el pertinente hueco, este había desaparecido para siempre.
Ninguno de los presentes decidió preguntarle a Vicra el significado de aquellas palabras, aunque ni uno solo de los cinco VagaMundos conocía de qué se trataba.

La prematura muerte de Mara Andrews no afectó demasiado a la moral del grupo. Antes fuimos seis, aunque Mara afirmase que éramos siete. Ahora solo quedamos cinco. Alice me miraba con inquina desde la sospechosa desaparición de su compañera. Iban no tenía la necesidad de expresar sus emociones como lo hubiera hecho cualquier otro pero, en aquel momento mi persona desconocía los horribles planes que él me tenía designados. Por otro lado, más calmado, Brandon lideraba al grupo hasta la antigua ciudad de Tebas, capital del Antiguo Imperio Egipto durante el reinado de la XVIII dinastía de emperadores que tenía como único y máximo exponente al ya conocido Tutankamón. De vez en cuando, Vicra y yo parlamentábamos sobre diversos asuntos espaciales. Antes de percatarme, la baliza de transporte del Núcleo Central nos había hecho recorrer la nada irrisoria cantidad de dos mil kilómetros en cuestión de horas.

Tebas se alzaba ante nosotros con una aparente e inusitada calma que, sin duda, precedía a la tormenta. Pues, como había apuntado uno de mis compañeros con anterioridad, nos encaminábamos a descubrir quién había sido el verdadero asesino del faraón Tutankamón.
Como era de esperar, durante el viaje, la voz de Vicra surgió del silencio para informarnos sobre las posibles represalias de una simple intervención en el curso natural de los acontecimientos.

—El Núcleo Central me ha enviado la información sobre el caso. Estamos aquí para descubrir cuál fue la verdadera muerte del emperador Tutankamón. Si alguno de vosotros aún no lo conoce, os pondré al día. Reinó desde el año 1336 antes de Cristo hasta el 1327 antes de Cristo y fue la cara más reconocible de la XVIII dinastía. Subió al poder con tan solo diez años y fue uno de los faraones más jóvenes en hacerlo. El pobre niño nació con el nombre de Tutankatón, lo que hoy en día traduciríamos como “la imagen viva de Atón”, el Dios. Una vez llegó al trono del Antiguo Egipto, cambió su nombre por el de Tutankamón o “imagen viva de Amón”.

—Es un dato curioso —interrumpió Iban—. Pero vete al grano, tenemos mucha prisa. El sol no tardará más de seis horas en ponerse y no quiero volver a despertarme en este lugar tan abrasador.

Vicra se molestó ante el hiriente comentario de su compañero, pero siguió escarbando en su mente para reflejar los datos que en ella guardaba.

—A Tutankamón le tocó vivir una época difícil —continuó—, ya que su predecesor, Akenatón, inspiró un gobierno monoteísta, con el máximo culto al Dios sol Atón y transportó la capital del estado de Tebas a Amarna, lo que a ninguno de sus súbditos gustó. Akenatón no tuvo hijos, por lo que tuvo que ceder el trono a su joven yerno, Tutankamón, que se había casado con una de sus hijas a la corta edad de diez años.
—Pero —interrumpió Brandon—… ¿No se decía que Tutankamón era hijo de Akenatón?
—En efecto, hay una leyenda que cuenta que el famoso faraón era en realidad hijo de Akenatón, aunque no hijo de su mujer, Nefertiti, sino de una de las mujeres de alta cuna que se relacionaban con el poderoso faraón. Aunque, durante los siglos, se ha mantenido con más solidez la primera de las hipótesis.

>>Hace pocos años, tres después de que Tutankamón subiera al poder, restableció el culto al Dios Amón y concedió a los sacerdotes de Amón la importancia que parecían haber perdido a lo largo de los años de control de Akenatón —Vicra se detuvo para tomar aire—. Hoy es el día. El Núcleo Central ha establecido que dentro de tres horas, el faraón Tutankamón perderá la vida en un motín palaciego. Aún no se sabe de qué forma murió el faraón más famoso de la historia, pero para eso estamos aquí. Esa será nuestra misión.

Los pensamientos que rondaban en mi cabeza se anclaban más y más hondo cada vez. Había tenido la sensación de que muchos de mis compañeros compartían miradas fugaces e incriminatorias y que otros ni siquiera prestaban atención a los datos que aportaba Vicra, como si ya hubiesen sabido qué desenlace iba a tener esta y todas las historias venideras. Secretos y recuerdos vagaron por mis recuerdos. La tediosa sensación de haber asesinado a mi compañera vertió sobre mí un jarro de agua congelada. Sintiendo cada punzada que la bella mujer debió soportar al caer desde tan alta altura.

Triste iluso fui al creer que aquella iba a ser la última ocasión en la que iba a tener que vivir con ese sentimiento de culpa. Triste iluso fui al no comprender que ya lo había sentido decenas de veces.

—Hemos llegado —el golpe sonoro de Alice me sorprendió—. Es el momento de despertar. Es el momento de que despiertes.

Desde mis espaldas, un fuerte estruendo hizo que perdiera la conciencia de mi posición espacial. Como si de un rayo se tratase, un fuerte relámpago chocó contra mi rostro y perdí mi elocuente amarre al mundo de los vivos. Nunca supe quién, de todos mis cuatro compañeros, fue el que traicionó mi confianza, quién me asestó la estocada final para convertirme en un muerto viviente.

Aquel reflejo es lo último que recuerdo de nuestro viaje desde la pirámide Keops hasta los aposentos del faraón Tutankamón.

Cuando quise recobrar el conocimiento, ya me apoyaba sobre ambos pies, sujeto por las axilas por dos de los guardias más corpulentos jamás vistos por mi persona. La estancia, a excepción del portentoso faraón y sus dos súbditos se encontraba desprovista de cualquier otra presencia humana. El faraón, sentado en su trono y observando desde las alturas, se dispuso a levantarse para dirigirse al pobre Ernest Ambrose, o sea, yo.

El dolor de cabeza, debido al fuerte estruendo, no remitía y me hacía recordar eventos de un pasado que quizás nunca ocurrieran. Sentía, en mis idílicas alucinaciones, un reloj de cuco que no paraba de sonar, una y otra vez, hasta que la hora final llegaba y el diminuto pajarillo abandonaba su hogar para no volver jamás.

—Dicen que te han encontrado borracho a las afueras de la ciudad —dijo Tutankamón—. Sabes que eso no está permitido en la capital.
La joven tez del príncipe no proyectaba signo alguno de envejecimiento. Aquel estático adolescente no llegaría a tener más de diecinueve años. A decir verdad, nunca llegaría a cumplirlos.
—No recuerdo nada, señor —acerté a decir—. Me he despertado en los brazos de estos hombres.
— ¡Hablas raro! —me interrumpió alzándose de su muy engalanada silla y acercándose—. No está permitido.

Mientras caminaba, pude descubrir un largo puñal en el Shenti de los guardianes que me agarraban con cada vez menos tensión. Si dispusiera de un momento de distracción, podría tener la oportunidad de zafarme de ellos y robar su cuchillo. Solo así saldría de este gran embrollo en el que, sin quererlo, me había visto envuelto.

—Señor, no soy de aquí —no entendía por qué tanto el faraón Tutankamón como yo podíamos entendernos mutuamente—. Puedo confesarle a qué he venido.
Cada vez caminaba más cerca, dando cortos pasos hasta colocarse a escasos centímetros de mi rostro.
—Eres extranjero y eso es peligroso para Tebas. Has sido descubierto en el exterior de la ciudad y borracho, serás sentenciado a muerte.
— ¡No! —grité.

En ese momento, la rabia se apoderó de mí. Los guardias no prestaban atención a mis movimientos pues la cercanía de su faraón les había erguido hasta ponerles nerviosos. Con un rápido movimiento, empujé al hombre que tenía a mi derecha y me hice con el ansiado puñal. El atlético guardia cayó al suelo y el otro estuvo a punto de reaccionar. Antes de que eso ocurriera, fui lo suficientemente eficaz como para clavar el afilado instrumento en su cuello. No me reconocía, no sabía quién era aquel ser humano henchido de furia. Saqué el arma del cuerpo del hombre y me abalancé contra el que estaba tirado en el suelo, el cual tampoco pudo evitar ser asesinado bajo el control de mi descomunal fuerza.

Tutankamón se echó hacia atrás. Estudié sus intenciones y descubrí que su próximo movimiento sería avisar a los guardias que, supuse, esperarían en el exterior.

Sin que pudiera prever una actividad tan feroz, corrí hacia él, envuelto en las salpicaduras de sangre de sus antiguos protectores y lo empujé hasta que se precipitó al suelo. Me arrodillé a su lado. No parecía tan valeroso como alzado en su precioso trono de oro. Solo parecía un crío asustado y eso fue lo que más me gustó.

¿No es, curioso lector, un tanto arbitrario que el asesinato del famoso faraón haya sido perpetrado por un viajero del tiempo que llegó hasta allí para investigar sobre la misteriosa muerte que él mismo cometió? Algo que muchas veces escuché durante mi estancia en Núcleo Central, la paradoja del abuelo. Viajar al pasado y asesinar a tu propio abuelo antes de que engendre a tu padre. Con tu abuelo muerto, jamás hubieras nacido, lo que te habría imposibilitado viajar al pasado, convirtiéndose en una paradoja haber matado a tu abuelo. Y si tu abuelo sigue vivo, habrías nacido para matarlo.

Yo nací para asesinar a Tutankamón, pero viajé al pasado, desde el siglo XXI, para investigar su crimen, que nunca hubiera cometido de no haber viajado al pasado.

Aquel hubiera podido ser el último de mis actos, pero jamás pude entender cómo, de la nada, Iban apareció a mi lado.

—Has asesinado al faraón —dijo rabioso—. Debes confesar todo, Ernest, eres un asesino.

Asesino. Asesino. Asesino.

¿Dónde había escuchado antes esas palabras? Esas acusaciones… Recordaba haber matado antes, pero el SueñOlvido reinaba sobre mí y esas afirmaciones no me habían despertado de mi ensoñación.

Los dos hombres, el faraón, Mara Andrews, mi buen amigo Vastos, aquella mujer desmembrada, el desafortunado matrimonio... Este sentimiento había nacido en mí hacía muchos años, y solo la experiencia me había enseñado a escondérselo a la gente mundana.
Iban me juzgaba por lo que era. Desgraciadamente, ese fue su último error.

El cuchillo se insertó en su pecho hasta desaparecer por completo hasta la empuñadura. Salí corriendo, aunque el cuerpo de Iban parecía no haber sufrido una gran alteración física, pues seguía de pie, mirando hacia el horizonte mientras yo me perdía por las puertas de la cámara del emperador.

Una vez abandoné la estancia, sentí que mi cuerpo fluía y flotaba. Descubrí que ya no me encontraba en un templo egipcio, sino en una gran habitación blanca. Después, me dormí para siempre.

Hoy me despierto con un dolor de cabeza mayor. Tengo la claridad un tanto nublada, siento que los acontecimientos de anoche turbaron a la historia y por ello me veo en la difícil tesitura de si comentárselo a mis compañeros o no.

Esta vez me he despertado en el Núcleo Central y creo que debo contarles todo aquello que he soñado. Al fin y al cabo, son mi familia. La única que tengo y la única que tendré. Siempre hemos sido nosotros cuatro. La inteligente Vicra y mis dos superiores, Alice y Brandon. Junto a ellos, nunca me pasará nada.

Espero, de corazón, que a ellos tampoco.

Fin de la cuarta transmisión.

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