Platón y la luz

Por José Javier Carrasco

09/05/2023
 Actualizado a 09/05/2023
Dibujo de un prototipo de cámara oscura.
Dibujo de un prototipo de cámara oscura.
Dice Platón en el dialogo ‘Timeo o de la naturaleza’ que los dioses «Antes que ningún otro órgano, fabricaron y colocaron allá (en la cara) los ojos, que llevan la luz». Para explicar a continuación como «la luz del día encuentra la corriente del fuego visual, lo semejante uniéndose íntimamente a su semejante, se forma en la misma dirección de los ojos un cuerpo único en el que se confunden la luz que llega de lo interno y la procedente de lo exterior». En Grecia, además de Platón, se ocuparon de la luz y la visión filósofos naturales, médicos e incluso matemáticos, aplicando sus conocimientos geométricos en la búsqueda de una explicación a fenómenos como la perspectiva (óptica), la reflexión (catóptrica) y la refracción (dióptrica). Según una curiosa teoría de los matemáticos pitagóricos, del ojo arrancarían rayos visuales que permitirían ver los objetos. Enfrente, la teoría atomista, por la que los objetos proyectan su propia imagen, o «eidola», hasta alcanzar el ojo (quedaba sin explicar cómo los objetos lejanos parecen menores). Euclides, en el segundo postulado de su ‘Óptica’, expresa: «Que la figura formada por una serie de rayos visuales sea un cono o vértice en el ojo y base en la superficie del objeto visto». Según eso, nos asomamos a un mundo en el que siempre somos el remate del círculo que adoptará las diferentes formas de lo observado.

En el XVII se produce un desarrollo espectacular de estudios empíricos y teóricos sobre la luz. Dos modelos opuestos exponían ideas muy distintas. La corpuscular, ya sugerida por Galileo y continuada por Newton (1642-1727), según la cual la luz la forman átomos altamente veloces, que se transmiten rectilíneamente, de gran actividad y fuerza a pesar de su tamaño, que pueden calentar, agitar y hacer germinar la materia, y la ondulatoria expuesta por Huygens (1629-1695), por la que cada partícula de luz comunica su movimiento por medio de ondas a todas aquellas que la tocan y se oponen a su desplazamiento. La teoría de Newton fue la que contó con más seguidores en el siglo XVIII (curiosamente este siglo sería conocido como el Siglo de las Luces). Pero en 1801 Thomas Young (1773-1829) retoma la teoría ondulatoria a la que añade el principio de interferencia, al observar la presencia de regularidades en los pulsos luminosos. En 1851 Hippolyte Fizeau (1819 -1896) dio el golpe de gracia a la hipótesis corpuscular. Para ella, la luz se desplaza con mayor velocidad en los medios más densos; en cambio, para la teoría ondulatoria lo hará más lento. Fizeau midió las velocidades de la propagación de la luz en el agua y el aire, y los resultados validaron el cálculo ondulatorio.

La luz, esa materia inaprensible, – a no ser por medio del espectroscopio –,  que constituye, junto al color, el elemento esencial de la pintura. Sobre todo de la figurativa. Y dentro de ella, la paisajista. Miro la reproducción del cuadro de Manuel Jular titulado ‘Volviendo a casa’, donde se ven unos campos de sementera de color marrón, salpicados por otros de un tono arenoso, tras los que apunta una franja de cielo azul, y siento que el retorno al paisaje familiar, está acompañado, en ocasiones, por un sentimiento de aceptación de una sobria realidad, de una quizá necesaria economía de medios expresivos como los de una razonada demostración científica.