Miroslav Tichý. Trapero de imágenes

Bruno Marcos se adentra en la figura del artista checo, al que el Museo del Romanticismo de Madrid dedica una exposición por iniciativa de Photoespaña

Bruno Marcos
30/06/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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Hubo, hace unos veinte años, en el mundo de la fotografía un descubrimiento apasionante, un anciano vagabundo, un indigente que llevaba toda la vida de trapero de imágenes, capturando instantáneas de mujeres al descuido en la ciudad por la que vagaba con una cámara hecha de cartones y vidrios viejos. Miroslav Tichý se llamaba y era uno que se había vuelto loco de joven cuando el gobierno comunista de su país, Checoslovaquia, le comunicó que se había acabado el pintar cuadros de bellas señoras desnudas y que sólo se podían ejercer las artes retratando rudos y animosos proletarios.

Miroslav, hijo de un sastre, había ingresado en la escuela de Bellas Artes de Praga poco después de acabar la segunda guerra mundial. Seguramente allí descubrió el cuerpo femenino en las modelos del natural que posaban en sus aulas con posturas académicas y luces estudiadas, difusas o claroscuros, algo que se apreciaría luego en sus fotos de trapero. No se adaptó a los criterios estéticos del materialismo histórico y lo desalojaron de su casa y de su estudio y nadie valoró sus pinturas demasiado íntimas. La policía checa lo clasificó como demente y pasó temporadas en prisiones y psiquiátricos y, sobre todo, entre basura e insectos. Durante años sus vecinos debieron creer que aquel gesto de tomar fotografías con una cámara hecha de despojos mal ensamblados habría de ser una manía de la locura y seguro que se relajaban ante él ignorando los cientos de retratos que les hizo.

Toda la imperfección acumulada por lo precario de sus medios acaba por dar a sus fotografías efectos pictóricos, como si la foto nítida fuera una que estuviera detrás de la que vemos, bajo capas y filtros, gasas y telarañas imprescindibles. Hay composición, expresión y luz de artista. A veces se ven ángulos aberrantes y a veces aparece una verja o una barandilla o una rama de árbol por medio, y el hecho de que no desechase esas tomas y las revelase es insólito en alguien que no hubiera seguido la evolución contemporánea del género.

Desde las afueras de una piscina pública a veces tiraba todo el carrete de 36 imágenes sobre la misma mujer que lo ignoraba, elaborando más un extraño retrato psicológico y una proyección de su propia soledad que un registro con intenciones eróticas o de ‘voyeur’.

En la película que le filmaron sale rodeado de sus cámaras construidas con objetos de desecho, delante de un antiguo televisor siempre apagado. Bebe una cerveza irónicamente llamada Classic, que él asegura que es la más barata. Limpia con una esponja el polvo de los cuadros que pintó de joven que se apilan junto con libros igualmente cubiertos por un polvo de al menos medio siglo. Las barbas y cabellos largos y todos canos y ningún diente de los caninos e incisivos. Dice que es un ‘Tarzán jubilado’ y se muere de risa él solo y explica que el éxito llega, en el mundo contemporáneo, cuando algo se hace rematadamente mal, mofándose del suyo. Trata sus fotografías con la misma dejadez que todo lo demás, como si las cosas fueran todas igual de artísticas o igual de prosaicas, y, sin embargo, toca con sumo cuidado unas redes que le protegen los alimentos de unas ratas que tiene muy grandes. Al final del documental se ve que llegó el verano y sale con unos pantalones convertidos en cortos a tirones y se pone serio para hablar de algo que sabe que no entiende. Se queda traspuesto con la pregunta que le formula a su interlocutor: "¿Cuál es el número más alto?". A lo que se responde él mismo: "El infinito". Y ese infinito parece que le embruja hasta el final de la secuencia.

Miroslav se pasó la vida recogiendo imágenes de la basura del tiempo con su cámara hecha de cartones, instantes que se perdían por el sumidero de las cosas que pasan, miradas que sólo él, harapiento, sentimental y esteta, se llevaba a revelar de noche a su antro. Las fotografías quedaban muy borrosas, interceptadas de rayas, escaras, e, incluso de moscas. Luego recortaba un pequeño rectángulo de papel, cartulina o cartón, lo decoraba mínimamente a lápiz o bolígrafo y se lo ponía de marco. Es insólito y perturbador el trabajo de este trapero de imágenes.

Ahora se puede ver una muestra de su trabajo en el contexto de Photoespaña en el Museo del Romanticismo de Madrid hasta el 28 de agosto.

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