Pocas novelas (libro de viajes en este caso) han sido recibidas con el interés mediático y hasta fervor popular que está teniendo ‘El viaje de mi padre’, del leonés Julio Llamazares (Vegamián, 1955). Incluso la propia editorial (Alfaguara) organizó una singular presentación llevando a un amplio grupo de periodistas a recorrer con el escritor, escuchando sus explicaciones y reflexiones, algunos de los lugares en los que se desarrolla la historia que recrea, el viaje de su padre (Nemesio Alonso) hasta el frente de guerra, en Teruel.
Este viernes hace Llamazares un alto en la gira de presentaciones y llega a su tierra, a un pueblo de León y a partir de las 19.30 horas estará en Espacio Factor, de San Feliz de Torío, acompañado por Pilar Reyes, de Penguin Random House) y Carolina Reoyo, de Alfaguara; con entrada libre hasta completar aforo, que probablemente se quedará pequeño.
Ha contado Llamazares en sus numerosas presencias en medios o, por ejemplo, el multitudinario encuentro con David Uclés en el Instituto Cervantes de Madrid que se trataba de un proyecto de largo recorrido e inevitable pues, reflexiona, «ocurría que a mi padre le gustaba muy poco hablar de la guerra y las pocas veces que lo hacía ocurría que los hijos no mostramos ningún interés, y luego nos arrepentimos, cuando ya es tarde porque, como en el caso de mi padre, murió relativamente joven». Saldar esa deuda con su padre era algo que está en el origen de la novela.
Por cierto, Uclés definió en aquel acto a Julio Llamazares como «un escritor de verdad, libre y auténtico».
Tal vez por eso, tras un prólogo en el que explica la escasa afición de su padre a viajar, «solo una vez a Cuba», y los escasos datos que le aportó su padre el primer capítulo arranca en su entierro, con un poema que allí mismo gestó su amigo Toño Llamas, el escritor de Vidanes del que Llamazares suele decir que «es el mejor poeta de España».

«Pintado en el resol sobre la loma, / recóndito y escueto el cementerio; / donde queda en perpetuo cautiverio / un sueño abandonado a la carcoma…». A ese cementerio y a la casa familiar en La Mata de Curueño acudió Llamazares antes de iniciar el viaje… «Siempre que vuelvo me acuerdo de Miguel Torga, el poeta portugués que en sus Diarios dejó escrito un pensamiento que me repito a mi mismo siempre que llego a esta casa. Es la respuesta que le dio a un periodista que le preguntó si volvía a Sâo Martinho de Anta, la aldea en la que él nació, buscando la inspiración. ‘No -le contestó Miguel Torga- vengo a recibir órdenes. ‘¿Órdenes de quién?, le preguntó el sorprendido periodista. ‘De mis antepasados’, le dijo Torga».
Y con esas órdenes y el viejo aparato de radiotelegrafista de su padre y su amigo Saturnino -también joven estudiante de Magisterio- emprende Julio Llamazares un viaje que se puede seguir en el mapa que a la antigua usanza (nada de maps o GPS) abre las páginas de ‘El viaje de mi padre’: La Mata de la Bérbula, La Vecilla, Carrión de los Condes, Palencia, Venta de Baños, Valladolid, Aranda de Duero, Ariza, Calatayud, Calamocha, Camín Real, Singra, Cella, Cerro Gordo de Concud, Caudé hasta Teruel, en la primera ruta; otra posterior desembocaría en la Sierra de Espadán.
La guerra civil está en el libro y está en las entrevistas que Julio Llamazares viene repitiendo, con frases que lo dicen todo: «Las guerras las pierden todos, salvo los que las dirigen o tienen intereses en ellas»; también recupera una vieja definición de un piloto alemán: «La guerra es un lugar en el que jóvenes que no se conocen ni se odian se matan entre sí por culpa de viejos que sí se conocen y se odian». E ilustra esta definición con la propia situación de su familia, la de El viaje mi padre: «Eran cinco hermanos, y tres lucharon en un bando y dos en el otro; unos por ideología y otros porque les tocó. De esos cinco uno aún está desaparecido, abandonado en alguna cuneta», para rematar: «Mi padre supo, ya después de terminar la guerra, que un hermano suyo estaba en la trinchera de enfrente». Pero, señala Julio, «yo no he querido contar la guerra de mi padre, he querido rendir homenaje a miles y miles de jóvenes que perdieron la juventud y, en muchos casos, la vida en una masacre colectiva, en una locura, para ver si es un antídoto contra todas las guerras, como escribo en la dedicatoria: A los que perdieron la guerra civil española, de uno y otro bando. A los que pierden todas las guerras».
Recuerda Julio Llamazares que una de las pocas cosas que contaba su padre de la guerra era el frío que habían pasado, a pesar de «ser de tierra fría, de la montaña de León». E ilustra ese frío en un pasaje del libro: «Esta mujer es de Villel, un pueblo que permaneció en zona republicana desde el principio pero que resultaría muy castigado por su cercanía al frente, me cuenta que a los soldados que volvían de éste con síntomas de congelación les metían las piernas en estiércol para ver si con el calor recobraban la circulación sanguínea y que, si no era así, se las amputaban. Los que traían ya muertos tenían una sonrisa en la cara, me dice.
- ¿Una sonrisa?; le pregunto sin entender muy bien.
- Sí, los muertos por congelación tenían una sonrisa en la cara; me dice.
Con testimonios como estos fue recorriendo Julio Llamazares el camino que habían hechos los dos estudiantes de Magisterio, para regresar en el epílogo del libro a La Mata de Curueño, al cementerio donde está enterrado.
- Traspasada la entrada (del cementerio) me recibe de frente la tumba de mi padre, de la que me despedí hace seis meses, una mañana fría del mes de enero. Entre medias, he recorrido cientos de kilómetros buscando su recuerdo por los paisajes por los que pasó junto a su amigo Saturnino, al que acabo de saludar al pasar frente a Aviados, su peque-ña aldea; también él duerme ya el sueño eterno y final. Miro a mi alrededor: los muertos de La Mata duermen el suyo, cada uno en su sepultura y bajo su nombre. Nadie diría que éste es un sitio triste y menos esta mañana, con el sol brillando en lo alto y los pájaros cantando su música veraniega. En silencio, para no interrumpir su sueño, me agacho ante mi padre y le digo lo que pienso:
- Fui y volví.
Sobre las montañas pasa un avión.
