Cuando yo llegué a León, al final de la infancia, no era consciente de que esta era una ciudad que se vivía a sí misma como inmersa en una decadencia perpetua, un lugar donde se creía que el presente era malo pero que el mañana sería mucho peor. El contraste era grande porque yo venía de una que era todo lo contrario y que se sentía a sí misma como un paraíso que se perfeccionaba a cada instante aunque, en realidad, se edificaba sobre la violencia. San Sebastián, la definió muy bien Daniel Múgica en ‘La ciudad de abajo’: "Una ciudad de cuento de hadas manchada de sangre."
León al final de los setenta era otra cosa, un viaje al pasado, una ciudad hecha a trompicones donde se juntaban los huraños vientos de la montaña y las estoicas nubes altas de la meseta, una ciudad de grisuras sin plan urbanístico, salpicada de prados y descampados donde a sus anchas y entre escombros, a la mínima, reafloraba el reino de la espiga, una capital de provincia en la que, cuando menos lo esperabas y de pronto, todo el mundo se iba al pueblo.
León vivía, y tal vez viva, en una nostalgia de sí misma, una nostalgia que no se sabe de qué tiempo es. Yo desde que llevo viviendo en León, que es casi toda mi vida, veo que casi todo aquí sale mal. Tal vez porque seamos especialmente torpes o porque una fatalidad grande nos azote. En una entrevista que hice al escritor Julio Llamazares, precisamente sobre un tema tan afín a estas reflexiones como la ruina, apuntaba que el desastre de León no puede ser culpa de una sola persona, ni siquiera de varias, sino de muchas. Claro que, tal vez, toda esa confluencia de desgracias, cierres y fracasos y todos esos cuentos de la lechera en los que vivimos sean parte de un muy detallado plan general para producir tan buenos escritores, tan buenos soñadores. Amén de que soñar, añorar, fantasear y, por último, escribir son gratis y, además, papel y tinta corren por cuenta del afectado.

La costumbre fue contemplar impasibles cómo los autores leoneses emigraban en fila, uno tras otro, y, más tarde, regocijarse comprobando cómo estos, aun así, seguían hablando bien de León allí donde iban e, incluso, situaban sus novelas y poemas en estas calles o parajes, a pesar de que aquí nadie les diese las gracias, ni les pusiese su nombre a una calle, aunque fuese oscura y solitaria y en los arrabales.
Y, con todo, han ido saliendo, de vez en cuando, titulares fantasiosos con políticos de cualesquiera colores, hablando utópicamente de una quimérica ciudad de los escritores, o, por lo menos, de una casa para ellos. Por deshacer hasta quitaron, con la excusa de la crisis, el certamen poético Antonio González de Lama. Bastó durante años con ir a ver la casa de Don Antonio con la placa y todo, de la cual varias letras se habían desprendido sin que nadie las cogiera y las pegara de nuevo, para ver la alegoría clara de la ruina y el éxito de las letras leonesas. Allí, al pie de la Catedral, irónicamente la fachada se tenía en pie para encarar el barullo de bellezas de la pulcra leonina que derraman su abundante nostalgia, pero dando la vuelta a la manzana las casuchas estaban todas caídas con las tripas secas y el esqueleto a la intemperie.
Dice Andrés Trapiello en uno de los más bonitos documentales que se han hecho sobre nuestra ciudad: «Cuando se ha sido de León se tiene ya mucho perdido y eso es bueno para soñar». La verdad es que uno se pregunta para qué promover la literatura en unos predios con tanto excedente, en una ciudad en la que, prácticamente, lo único que se produce es literatura y con inversión cero, y, además, es buena. Como todo hay que hundirla, hacerla fracasar como se pueda para que no decaiga ese espíritu general de decadencia, para que uno por ser leonés tenga, de entrada, ya mucho perdido y así las propias ruinas de la literatura alimenten a esa misma literatura y los escritores surjan solos, a su aire.