El canon literario de las librerías de viejo

Bruno Marcos escribe sobre los libros viejos con ocasión de la nueva edición de la Feria del Libro Antiguo de León, que estará abierta hasta el 26 de octubre

Bruno Marcos
21/10/2025
 Actualizado a 21/10/2025
Una imagen de la trigésimo segunda Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de León, ubicada en la calle Legión VII de la capital provincial.
Una imagen de la trigésimo segunda Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de León, ubicada en la calle Legión VII de la capital provincial.

Cuando entramos en una librería de viejo notamos que el presente se ha quedado fuera; que, en las estanterías llenas de libros, no hay novedades y se detiene la caducidad un poco. Ya dije otro año que ir a una librovejería era como penetrar en la oscuridad de la cultura con un farol que se bambolea, como en esa idea loca de Gómez de la Serna para visitar el Museo del Prado a farolazos, viendo sólo trozos, contemplando fragmentos, las zonas que quedasen iluminadas por la llama o la bombilla de una linterna; esos farolazos en estas tiendas son los ejemplares mejor encuadernados, los más numerosos, de los que aún se habla, los que aún se leen en las escuelas y las universidades, los que se venden todavía de quinta mano, los que sobreviven. 

Lo que llega a la librería de lance puede ser simplemente el excedente de una moda pasada pero, sobre todo, es lo que va sorteando el destino de la basura y, en esa supervivencia, los libros del librovejero crean su propio canon. El canon es una referencia, una indicación de lo bueno, de lo que merece la pena ser leído. Pero el canon que hace la librovejería no lo organiza nadie, lo produce el propio desorden del paso del tiempo en el que los librovejeros se meten, a contracorriente, para pescar libros.

¿Cómo sería una persona educada únicamente en esa cultura vista a farolazos, en ese canon de autores que, arrastrados hacia la desaparición por el río del olvido, se han agarrado, en el último instante, a la puerta de la tienda de libros de usados? Un niño autodidacta, criado en una calle de librovejeros de un país remoto, por ejemplo, en un callejón sin salida del zoco cairota, en medio de Khan el Khalili ¿Sería acaso un niño viejo, un ‘puer senex’, un niño formado por sus tatarabuelos?

Y quién no se ha educado en una librovejería, en la chamarilería de sus antepasados, entre los muebles y los libros que compraron otros, la librovejería que dejaron los que vivieron antes que nosotros: una acumulación de restos, mensajes de su tiempo fabricados antes de que se acabara para que la vida no nos parezca del todo, como dijera el otro: «un cuento sin sentido, lleno de ruido y furia, contado por un idiota».

Me vienen a la mente estas reflexiones al salir de las casetas que estos días están abiertas, en la céntrica calle de la Legión VII, para celebrar la feria del libro viejo, antiguo, usado, de lance y ocasión. En sus mostradores se expone el tiempo compacto, el pasado en una pieza llena de agujeros, sin caminos trazados, es la cultura decantada y revuelta, a salto de mata y a farolazos; su sabiduría no proviene de institución alguna sino del azar que todo lo ordena pareciendo que desordena, su canon nace de donde nace la literatura, de la vida. 

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