‘Victoria’
Alberto R. Torices
Ediciones Trea
Novela
96 páginas
12,00 euros
Si no fuera por mi memoria infame, acaso podría fijar el dato con una exactitud más precisa. Pero lo situaré ajustado a mis nebulosos recuerdos. Creo que conocí personalmente a Alberto R. Torices a finales del siglo pasado, en un bar cercano a las universidades. El garito, además de la música a todo volumen, tenía nombre de cacique azteca, Anahuac (o algo parecido). Alberto había ganado un premio de relato en Peñíscola, dotado con una morterada para aquella época, y supongo que nos emplazamos allí para que yo diera cumplida información del galardón en Transeúntes, aquel periódico callejero (porque se vendía en la calle y no porque quiera emplear un término peyorativo) y samaritano que entonces se editaba en León y en el que vi estampadas mis palabras escritas y mi nombre por primera vez.
Evoco también que el relato contaba cómo una mujer acudía a un confesionario y las nefastas consecuencias que acarreaban sus conversaciones para los hombres que se cruzaban en su camino, curas incluidos. La historia, la forma de contarla y su desenlace me parecieron fastuosos. Me bastó aquel primer relato para intuir que Alberto llevaba en la sangre ese talento literario innato que parece manar inagotable de los ríos y los manantiales leoneses. También me bastó para tomarle afición. Porque a partir de entonces me ha demostrado muchas veces que, además de un escritor más que estimable, es un paisano que se viste por los pies.
Ha pasado más de un cuarto de siglo desde entonces. Y tantos años después me sigo haciendo la misma pregunta cada vez que un nuevo libro de Alberto R. Torices –ya sean novelas o relatos– cae entre mis manos: ¿Qué tiene que hacer (aunque sospecho que a él el éxito o un reconocimiento multitudinario le traigan sin cuidado) para que la crítica y el gran público lo reconozcan como el extraordinario narrador que es?
En el mundillo editorial contemporáneo, donde arrasan en ventas folklóricas sin bata de cola ni peineta, cocineros chistosos, cantantes con mejor memoria que yo, presentadores televisivos, influencers neumáticas atribuladas de encantos postizos y tertulianos que han convertido la polémica en un filón con el que pegarse la vida padre, no encaja un escritor como Alberto, esencial, cabal, creativo, sensible, emotivo, dotado de un don prodigioso para sumergirse, cual submarinista, en los abismos más intrincados de la psicología humana. Y que además escribe de puta madre.
Cada uno de sus libros –y especialmente sus novelas– supone un acontecimiento literario que, sin embargo, mucho me temo que pasa bastante desapercibido, por mucho que Trea, la editorial asturiana, confíe plenamente en la calidad de sus obras y por eso lleve años publicándoselas.
En mi caso, y lo apunto humildemente, porque nunca me ha pagado para arroparlo en un juicio o para promocionarlo hasta el desfallecimiento, he contado con su generosidad para dar categoría a algunos libros recopilatorios o (incluso) antológicos, lo he nominado a premios regionales que han ignorado mis propuestas, y he pregonado la importancia de su figura en ciclos literarios que han servido para que novelas más que destacables como ‘Sacrificio’, ‘Desposesión’ o la monumental ‘Como un perro en la tumba de un cruzado’, llegaran a oídos del público que asistía a mis charlas.
Aun así, bien consciente soy de que mis impulsos apenas si han sido un insignificante grano de arena en la inmensidad de una playa plagada de turistas que se tuestan al sol.
Pero ahora, que ha caído entre mis manos ‘Victoria’, su última y muy breve novela (o nouvelle, como la define Álvaro Acebes en la contraportada), aprovecho para insistir en la pertinencia de leer a Torices. En estos tiempos de publicaciones atroces e infinitas, que a juicio de sus autores o editores son imprescindibles y deslumbrantes y relevantes y necesarias, leer a Alberto R. Torices supone un acto de justicia, si no poética, al menos sí literaria. Supone una manera de reconciliarse con la literatura de verdadera calidad, desnuda de espurias campañas publicitarias empeñadas en dar gato por liebre a los lectores.
Asegura el autor en una nota final a modo de colofón, que es un prodigio de tersura narrativa, que esta novela data de un tiempo anterior a 2011. Desde entonces la ha macerado con calma, y utilizaré sus propias palabras, que emplea en el prólogo de ‘Un dominio invisible’ (otro libro que ha publicado a la par que la novela que nos ocupa), para afirmar que «si es fruto tardío, tanto mejor, pues como dijo el poeta, estará destinado a la dulzura». Y a la madurez, añadiré yo, pues, lejos de pudrirse cual manzana lastimada en la panza de un tonel, ha encontrado su sazón, por mucho que su estilo y su forma de contar me acerque más a aquella tierna ‘Sacrificio’, que fue merecedora del premio de la Fundación Monteleón, que a las espeluznantes criaturas literarias que en los últimos años ha dado a la imprenta de la mano de Trea.
‘Victoria’ es breve, densa e intensa, casi masticable, como un café expreso y, por supuesto, está cargada de sabor y de expresividad. Alberto necesita menos de un centenar de páginas para contarnos, de una forma en cierto modo kafkiana, la historia de amor entre Simón –acaso porque es un hombre simplón– y Claudia, que no claudica en ningún momento ante los delirios y las insensateces de un novio obsesionado, que ve murallas inexpugnables donde apenas se alzan globos de aire, de esos que los niños estallan en los festejos de cumpleaños.
La relación entre los enamorados, el secretismo del novio, los fantasmas consparanoicos que ve, las justificaciones que busca para pretextar lo indefendible, las pajas mentales que se hace (igual de las otras, alguna que otra también) y cómo se erige en insensato triunfador llegada la hora del desenlace, logran que la novela –o la nouvelle– se lea de un tirón. O casi. Porque –a mayores de una metáfora que asoma de vez en cuando y que convierte un mundo decadente en un edificio en ruinas– hay descripciones y comparaciones tan deslumbrantes que el lector deberá volver la mirada a párrafos anteriores para degustarlos de nuevo y despacio. Igual que paladeará unas conversaciones de pareja, sencillas, coloquiales y apropiadas en apariencia, pero que afianzan el argumento y macizan el desarrollo de las escenas, bucólicas unas veces y esperpénticas (o al borde del absurdo) otras.
Les aseguro una cosa antes de terminar, el lomo de la novela es tan leve que advierte de que la lectura no llevará mucho tiempo. Pero pocos lapsos de tiempo serán tan provechosos como este para un buen paladar. Acaso el que se emplea en saborear un café expreso.