En el calendario secreto del alma humana hay una sola noche que lo contiene todo, como un cofre donde duermen las edades perdidas y las primaveras que aún no hemos vivido. Esa noche es la de San Juan. En ella el mundo parece detenerse para escuchar cómo arde el corazón del hombre. La llamarada asciende como un sol domesticado, creado por manos humildes para que la oscuridad no nos venza del todo. En ese fuego se consumen las derrotas, los silencios sin respuesta, los amores que se marcharon sin avisar, y también los versos que Robe ha ido dejando caer sobre la vida como brasas que se resisten a apagarse.
Si hubiera que elegir la banda sonora del solsticio humano, sería una canción suya. Tal vez ‘Del tiempo perdido’, el corazón melancólico de Destrozares, un disco que -como las vidas de verdad- avanza entre sombras, tropiezos y silencios hasta que, sin previo aviso, este tema surge como un rayo de esperanza. Una balada que no se escucha: se habita. Una canción para todas las noches de San Juan y para todos los amores auténticos, de esos que aprietan el estómago con un suspiro y duelen porque importan. Canción escrita con la misma tinta invisible del rocío, trazada sobre hojas que aún conservan intacto el olor de la madrugada.
Robe caminaba siempre al filo de lo real, como quien avanza sobre la cuerda floja de una hoguera, saltando por encima del mundo para no perder el equilibrio. «Andar lo que es andar, anduve encima siempre de las nubes», murmura su voz en el centro de la noche, y cada sílaba enciende un círculo de luz sobre la piel del tiempo. Quizá por eso sus palabras se confunden con los ritos antiguos de esta Gran Noche: el fuego que espanta brujas, el agua que devuelve la belleza, el trébol que promete un porvenir sin arañazos.
San Juan es un pacto entre contrarios: el calor del sol que se retira y el frío del río que despierta a quien se atreve a entrar en él. En el hombre —dice una vieja historia del Bierzo— habita siempre un verano interior, aunque por fuera tiemble de invierno. Y esta noche lo confirma: basta el resplandor de una hoguera para sentirnos vivos, alegres y libres, como si dentro de cada uno habitara todavía un niño que cree en la posibilidad del milagro.
El recuerdo de Robe —o aquello que cada uno guarda dentro cuando piensa en él— es una mezcla precisa de lucidez y ternura, de rabia luminosa y de una calma antigua que parece venir de lejos. Sabía que la vida se escribe a base de errores y aciertos, de pasos firmes y de tachaduras que, muchas veces, son la única manera de avanzar. Sabía también que el frío entra por los rotos de las botas, pero igualmente por los de las canciones, por todas esas veces en que nos hemos aferrado a ellas para no quebrarnos del todo.
Y, sin embargo, hay una noche —la de San Juan— en la que todo nacimiento es posible. En ella, también él renace: en cada persona que escucha su música para comprender qué significa estar vivo y cómo se aprende a sostenerse en pie incluso cuando el mundo entero parece tambalearse. Porque nunca —lo dice su voz como un conjuro— se arrepintió del tiempo perdido en causas perdidas. Esas son, precisamente, las que nos salvan.
Yo también he saltado esas hogueras; todos las hemos saltado. Con nuestros miedos y nuestras grietas, dejando atrás causas perdidas de las que tampoco nos arrepentimos. Y cada vez que caíamos, su voz nos recordaba que somos poetas incluso cuando tiembla la tinta, que la noche puede alargarse, pero no es eterna. Porque mientras haya una canción ardiendo, siempre queda una hoguera que saltar.
Pero el tiempo es un animal caprichoso. Se esconde, se disfraza de derrota, se escapa entre los dedos como la arena de una playa donde ya no estamos. Aun así, la noche de San Juan lo domestica durante unas horas.
Porque sentir —amar, perder, volver a nacer de madrugada— es lo único que nos mantiene despiertos. Y en esa vigilia sagrada, la música de Robe funciona como un faro. Nos recuerda que caminamos sobre nubes aunque no levantemos los pies del suelo.
Al final de la noche, el mundo vuelve a ser el de siempre, pero nosotros ya no. Hemos atravesado la Gran Noche con Robe.
Robe, mientras haya una canción tuya ardiendo, mientras quede una hoguera que saltar, siempre habrá un renacer esperándonos en tus palabras: «Si me caigo y no me levanto, si lo olvido, recuérdame que soy un poeta, y mi vida, una letra que escribo en hojas en blanco».
Te recordaremos, Robe, como lo que eres y serás siempre: un grande entre los poetas de la Noche. ¡Salut! Hasta siempre, siempre, siempre.