El sábado me reuní con cuatro colegas en un restaurante y, además de cenar, acabamos hablando del estado del mundo. En teoría, esta reunión anual de viejos periodistas, guionistas y críticos, que tal era el caso, debería servir para actualizar nuestras vidas, como hasta ahora, con todos los detalles domésticos, las alegrías y las tristezas, y todo ese peso muerto que llevamos a la espalda, inevitablemente, frente a la ligereza de la juventud.
Son reuniones para escucharnos mutuamente, o así lo han venido siendo en los últimos años, muy agradables, casi terapéuticas, quizás porque mantenemos un pasado profesional común, es decir, conocemos nuestras aficiones y aquello que nos disgusta, y compartimos una forma de pensar. Pero cada vez nuestras vidas importan menos ante la inmensidad de todo lo que sucede ahí fuera. Es verdad que entre periodistas, o así, anda el juego, pues todos somos, de una u otra forma, cercanos a la profesión (la mejor del mundo, dicen los más románticos, o los más entusiastas), pero me sorprendió cómo, apenas descorchada una botella de vino y dispuestos a hacer los honores a los entrantes del condumio, ya estábamos refiriéndonos a la situación política y especulando con la posibilidad de que Trump atacara Irán de un momento a otro, como efectivamente sucedió.
Dice Cercas que la historia somos nosotros, y que no podemos ignorarla. Es decir, que la historia nos construye, nos atañe, nos afecta dramáticamente, no es una cosa externa que se forma, como una costra, a nuestro alrededor. Así que nuestras pequeñas historias personales son devoradas de inmediato por el gran monstruo de la realidad, que, últimamente, no deja de crecer. Incluso nuestras dificultades y nuestras tristezas, que siempre hay, pasan a un segundo plano, engullidas por las fauces de los titulares, acalladas por el gran ruido del mundo. Siempre pensamos que nos interesaba más lo cercano, la felicidad que produce una reunión tranquila entre amigos con los que te ves en pocas ocasiones, y nunca creímos que vendría Trump, por ejemplo, a fastidiarlo todo, como el elefante invisible que se autoinvita a la mesa, para nuestra estupefacción.
Lo peor de toda esta tensión que sufre el planeta es que coloniza también las vidas pequeñas. Las invade. El poder de las noticias y de las imágenes en omnímodo, y hace ya tiempo que los bombardeos sobre una ciudad, pongamos por caso, se retransmiten prácticamente en directo. Y produce una extraña sensación ver el cielo surcado de luces serpenteantes que van y vienen, de fugaces restos lumínicos provocados por los misiles o los drones interceptados, de haces de luz que parecen cintas de colores enroscándose en el tapiz de la madrugada, de tal forma que podrías confundirlos incluso con una pirotecnia festiva de una noche de verano, si no fuera porque sabes que transportan un mensaje de muerte.
Pensé, mientras cenábamos, cómo nuestra tranquilidad modesta, en un día que se extendía igual que la mantequilla en el pan (estamos en los días más largos del año), tenía poco que ver con las desgracias que a otros les venían del cielo, fueran del país que fueran. A nosotros sólo nos iluminaban las estrellas y las luces de la ciudad. Y pensé también en ese cielo protector de la noche de San Juan, que se celebrará en unas horas, que tanto ha significado en nuestras vidas celtas del norte, con su carga de mitología y de ensoñación. Me pregunté qué deberíamos lanzar este año a la hoguera y que deseos deberíamos pedir al saltarla. ¿Sigue funcionando el viejo hechizo? Porque me temo que hay tanto antiguo que desechar, tanto que lanzar a las llamas, que no tendríamos tiempo en toda la noche. Guardo de San Juan, y de estos días del solsticio, recuerdos memorables que he contado aquí algunas veces. Pero hoy la magia del mundo parece destruida.
Nuestra cena transcurrió con la alegría habitual por el encuentro, pero con la sombra del miedo y la desesperanza. El mundo ha sido puesto muchas veces en situaciones extremas y el dolor ha sido inmenso a lo largo de la historia. El ser humano no tiene remedio. Puede hacer grandes cosas, pero también cosas terribles. Nada de nuestras preocupaciones personales emergió, ni siquiera a los postres, nadie se quejó de lo suyo, sólo nos envolvía la sensación de que se estaban desatando todos los demonios y todas las furias por culpa de unos dirigentes que no parecían dar la talla. Y que se comunicaban con mensajes pueriles, superficiales, dominando un mundo con suficiencia y arrogancia, en el qué, muchos siglos después, muchos millones y millones de años después, todo consistía, de nuevo, en sembrar el caos y la destrucción, en arrojar misiles como en otro tiempo se arrojaban flechas incendiarias, o se disparaba con la catapulta, que marcó un antes y un después en la batalla. Quizás el mal siempre vuelve al origen.
La noche, engordada con altas temperaturas, nos transmitía un agobio que se doblaba con el malestar del mundo, con las amenazas de la guerra. De tal forma que la Historia parecía una sustancia pegajosa que se adhería a nosotros y de la que no podías desprenderte. Pronto empezará el cielo de los pueblos a ofrecer espectáculos de luces y fuegos artificiales, recordando que la pólvora también fue inventada en Oriente para crear belleza, no sólo para transportar el mensaje de la muerte. Las mejores noches de nuestra vida ya han pasado, porque fueron las noches de la infancia y la primera juventud, cuando el mundo nos parecía maravilloso y nada podía romper el hechizo de la música de una orquesta popular y el frescor que llegaba desde el río.
Hoy, aquella felicidad apenas se reduce a unos escombros de la memoria. En cenas con amigos, como esta que cuento, encontramos el eco de días en los que brilló una luz extraña y memorable, que ha permanecido con nosotros quizás sin saberlo y que aparece durante apenas unos segundos, que es todo lo que duran los rescoldos de la felicidad pasada. Intentamos reconstruir los pedazos de aquellos días felices con la conversación, pero, de inmediato, sin que podamos llegar siquiera al segundo plato, nuestros cuerpos ya poco gloriosos tiemblan ante los males que nos acechan, ante la brutalidad que nos muestran los telediarios, ante las luces de muerte que se enroscan sobre los cielos de algunas partes del planeta, y que, en la distancia de la pantalla, tanto se parecen a los fuegos de artificio de una noche de San Juan. Las hogueras iluminarán los deseos que ya no podemos cumplir, pero mantenemos el ritual, y saltamos torpemente sobre las brasas. Aunque esas brasas son, quizás, la metáfora de todo lo que arde, del mundo incendiado que sale cada día en las pantallas. De la pira que nos consume.