Bajo la boina

Mientras los algoritmos afinaban el brillo del mundo y los jóvenes tatuaban constelaciones en los tobillos, alguien, al margen de esas modas, se colocó una boina

Alfonso Fernández-Manso. Catedrático de Ingeniería y Ciencias Agroforestales. Universidad de León
09/06/2025
 Actualizado a 09/06/2025
La boina ha vuelto con una mezcla inconfundible de naturalidad y orgullo. | Ical
La boina ha vuelto con una mezcla inconfundible de naturalidad y orgullo. | Ical

En algún momento de este siglo, mientras los algoritmos afinaban el brillo del mundo y los jóvenes se tatuaban constelaciones en los tobillos, alguien se puso una boina. Fue sin ironía, sin impostura, sin vintage. Fue un acto puro: una cabeza que volvía a cubrirse con dignidad. Como quien se pone de nuevo en la cabeza la tierra.

La boina —txapela en la cumbre de los vascos— ha sido durante décadas un refugio de viejos y pastores, de ferroviarios jubilados, de campesinos que rezaban en voz baja cuando el cielo se oscurecía. No fue nunca una moda, sino una necesidad: proteger la frente del sol o del hielo, tapar la calva nacida del trabajo, coronar una vida sin peines. Era más que una prenda: era el último bastión de una clase que hablaba poco y sabía mucho.

Y sin embargo, ha vuelto. No como un regreso a lo rural de escaparate, ese de cestas de mimbre y pan sin corteza que huele a Instagram. No. La boina regresa como un gesto político, como un síntoma de cansancio urbano, como una declaración de humildad. Ya no está sólo en la cabeza de los ancianos que todavía cargan leña: ahora se ve en jóvenes que han decidido sembrar, en mujeres que recogen bellotas como si fueran palabras antiguas, en neoaldeanos que plantan berzas y leen a Thoreau por la noche.

En El Bierzo, la boina se luce con una mezcla inconfundible de naturalidad y orgullo, como si no requiriera justificación alguna. La lleva Héctor Silverio, de la Escola de Gaitas de Villafranca, quien ha forjado en la música tradicional y el gallego una patria sonora colmada de gaitas, panderetas y voces ancestrales. También la porta Diego Acebo, en Compludo: músico y luthier de esencia heredada del abuelo, creador de panderetas, rabeles y panderos con delicada sensibilidad; toca el acordeón diatónico en medio de abejas, melodías y leyendas, avanzando con la serenidad de quien sabe que, tras cada instrumento, se esconde un árbol, y que cada jota es, en sí misma, un pequeño rito. En las cabezas de Héctor y Diego no hay disfraz, sino una manera de estar en el mundo.

Porque la boina, en su forma más profunda, es una forma de pensar. De pensar despacio. De pensar con los pies metidos en la tierra y no en la urbe. De mirar el tiempo con la calma que da el saber cuándo florece el cerezo y cuándo hay que escardar la huerta. Bajo la boina habita una memoria que no tiene prisa, una inteligencia que no necesita presumir de sí misma, una filosofía sin academia.

En un mundo que confunde autenticidad con mercadotecnia, que vende rusticidad en cápsulas de marketing con tipografía cursiva, la boina de verdad no se compra: se hereda o se gana. No tiene marca ni temporada. Puede haber sido tejida a mano durante un invierno duro, o comprada en la feria de ganado, entre mugidos y churros fríos. Está hecha con la misma lana que arropa a los corderos en enero. Su forma es un misterio geométrico: ni redonda ni cuadrada, sino una media luna caída con la gracia de una nube.

Algunos todavía se burlan. Asocian la boina a la ignorancia, a la España profunda, a la España que no se conecta a ninguna red social pero sabe cuándo hay que sembrar el maíz. No entienden que hay más sabiduría en una boina torcida que en cien tuits bien escritos. Que esa prenda mínima contiene siglos de viento, de callos en las manos, de hijas educadas con esfuerzo, de viudas que sabían esperar. Y ahora vuelve, no como símbolo del pasado, sino como emblema de un presente alternativo.

El cuerpo que la lleva puede tener barro en los zapatos, pero en los ojos hay fuego. Es gente, “los boineros”,  que no ha huido de la ciudad para romantizar el campo, sino que ha regresado a él con la mirada limpia. Que cultiva, que cuida, que canta. Gente que sabe que la tierra es un diálogo, no un recurso. Que los castaños tienen nombres y que las gallinas responden al cariño. Que vivir en el campo no es retirarse, sino comprometerse con lo que alimenta.

Quizás por eso la boina no pertenece a ningún partido. Es anarquista y tradicional. Es mística y práctica. Es telúrica sin ser esotérica. La llevan los pastores que creen en Dios y los agnósticos que rezan al sol. La usan quienes saben que en el monte no hay wifi, pero sí cobertura espiritual. Que la lentitud es un modo de resistencia. Que el silencio es una forma de literatura.

Hay algo profundamente sensual en quien la lleva: no es el cuerpo lo que seduce, sino la actitud. Esas personas que entran al bar con una boina gastada y saludan con voz baja, como si fueran parte del mobiliario. Que conocen las estaciones, las lunas, los nombres de los árboles. Que han llorado en soledad y han reído sin necesidad de testigos. Esa gente —con boina o sin ella— nos recuerda que no todo está perdido. Que hay otra modernidad posible: no la que presume de futuro, sino la que se reconcilia con la historia.

Es posible que vuelva a pasar de moda. Que las nuevas tendencias la escondan de nuevo en los armarios donde huele a alcanfor y leña vieja. Pero siempre habrá un nieto que, al ver la fotografía del abuelo mirando al horizonte con una boina en la cabeza, sienta el impulso de entender ese gesto. Y se la ponga. No para parecerse a él, sino para parecerse más a sí mismo.

Y en ese instante, bajo esa boina, volverá a habitar el sentido común del paisano. No el que se aprende en un manual, sino el que se hereda sin palabras. El que sabe cuándo callar, cuándo sembrar, cuándo resistir. El que no desprecia lo sencillo. El que no busca espectáculo, sino sustancia.

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