Los niños de la Estación de Atocha

La escritora leonesa Marta del Riego relata en primera persona el caos vivido en la estación madrileña para encontrar a su hijo

29/04/2025
 Actualizado a 29/04/2025
Niños y niñas se abrazan a sus padres tras la llegada del autobús escolar a Atocha. | MARTA DEL RIEGO
Niños y niñas se abrazan a sus padres tras la llegada del autobús escolar a Atocha. | MARTA DEL RIEGO

Mi compañero Oriol está hablando por teléfono, dice, anda, se fue la luz en Barcelona. Digo, aquí también. Nos miramos cinco segundos. Me asomo a la ventana, la portera ya está en la calle, no hay electricidad en ningún edificio. Alguien grita, no hay luz en Málaga, no hay luz en León. Llamo a V. Descuelga, suena lejanísimo, me lo imagino conduciendo por una carreterina sinuosa de la montaña. ¿Tienes luz en Asturias? Se corta. Oriol dice, vámonos, si no hay electricidad en Barcelona ni en Madrid ni en otros lugares...

Se me hace un nudo en el estómago.

Pienso, Pequeño Zar. Pequeño Zar acude a un colegio en Aravaca, a varios kilómetros de Madrid. Intento llamar al colegio, no hay línea. Pienso, ahora el caos.

Y efectivamente, llega el caos y empieza una odisea que acaba diez horas después.

Nuestro despacho está junto a la Plaza Mayor de Madrid. Solo salir, ha llegado el fin del mundo. Sin semáforos, tráfico a trompicones, colas monumentales para coger el autobús, pienso en toda la gente que se habrá quedado atrapada en vagones de metro, en ascensores. Las tiendas con las luces apagadas, los supermercados cerrados. Las cajas no funcionan y las tarjetas tampoco. Comida. Acabo de venir de La Bañeza y tengo el frigorífico lleno. Chorizo, cecina y queso que compré en la Feria del Embutido. Hay pan y tomates. Comida no va a faltar. ¿Habrán cortado el agua? Los turistas despistados pasan a mi alrededor mirando el móvil con desesperación. Yo también miro mi cuadradito. De pronto ha vuelto la cobertura. Escribo frenéticamente a mi hermana, a mi hermano, a V. Mi hermano contesta:

"Sabotaje ruso. Lo del apagón nuclear. Tormenta solar. No se me ocurren más historias".

Se acaba la cobertura. Llego a mi calle. Le doy gracias al Cielo por tener la suerte (¡en Madrid!) de trabajar cerca de casa. Los tenderos de la calle del Rastro están fuera, que es donde suelen estar de todas formas. Alguien ha sacado un transistor a pilas. Un corro en torno a la radio, como en la posguerra. Dicen que no hay electricidad en toda España, ni en Francia, ni en Portugal, ni en parte de Italia. Mi agobio alcanza ya un grado máximo. Subo a casa. Tengo esta serie de pensamientos en cadena:

  • Cada vez estamos más desconectados de la vida pegada a la tierra.
  • Si se estropea la luz no podemos cocinar ni calentar el agua ni la casa ni llamar por teléfono, no funciona el ascensor, no puedes escuchar la radio ni echar gasolina al coche.
  • ¡El coche! Ayer tuve la inspiración de llenar el depósito antes de meterlo en la cochera.
  • El depósito lleno, si esto va mal cojo el coche de madrugada y nos vamos a La Bañeza o a Asturias. Allí por lo menos puedes encender un fuego, plantar una huerta.

Entro en el mismo bucle de la pandemia.

Huir, huir de Madrid.

Doy vueltas por la casa. Saco los frontales, las velas, la linterna. Pienso lo frágil que es nuestra sociedad del bienestar. Pienso quién habrá sido el hacker. Rusos, fundamentalistas islámicos, Elon Musk, una sociedad secretar de chalados. Ahora nos amenazarán con acabar con nosotros y dominarán el mundo.

¡Arg! Para, Marta, para.

Agarro un libro de Gerald Durrell que estoy leyendo para reseñarlo. Dice:

"La humanidad está tan acostumbrada a considerarse superior que ha borrado de su vocabulario la palabra humilde".

Hoy me siento humilde, humildísima.

Decido salir a buscar a Pequeño Zar, es demasiado temprano, pero no consigo estar en casa con mi runrún. Lleno una botella de agua, cojo el libro de Gerald Durrell, hago un bocadillo para PZ, me pongo crema protectora y me pinto los labios. A ver, si llega el apocalipsis que me pille mona, por lo menos.

Procesión de zombies

Lavapiés. Hay basura por todos lados, policía por todos lados y gente por todos lados. Pero siempre hay basura, policía y gente por todos lados en Lavapiés. Lo que pasa es que hoy hay más: más gente, más policía, más basura. Pienso, si no hay móvil ni tele ni bares, la gente se tira a la calle. Las colas en Mercadona, el único supermercado abierto (¿tendrán generadores?), son increíbles, sale la gente con carritos a reventar de papel higiénico y botellas de agua.

Déjà vu pandémico.

A medida que me acerco a Atocha, el gentío crece. Caminamos por la acera como si fuéramos una procesión de zombies tras una explosión nuclear. La glorieta del Emperador Carlos V está en la gloria del emperador, eso. A ver, es uno de los lugares más congestionados de Madrid con paradas de ocho líneas de autobuses, filas interminables de taxis. Por la estación de Atocha pasan al año 100 millones de viajeros. Imaginaos el nivel de ruido, el caos, el runrún de pensamientos humanos. Pues eso hoy, multiplicado por cien: ambulancias, lecheras de la policía, sirenas de los bomberos, cláxones, gritos, viajeros arrastrando maletas sin saber a dónde ir porque la estación está cerrada.

¿Dónde se quedan todos esos miles y miles de viajeros? Ay.

Cruzo el semáforo sorteando los coches y me encuentro a otra de las madres de los niños de la Estación de Atocha. Me da un abrazo.

- Pensé que no venía nadie, qué susto. Soy reponedora en un almacén y hemos estado trabajando con las luces de emergencia hasta que han dicho que nos vayamos. He salido corriendo de mi trabajo, he venido andando desde Moratalaz.

Nos sentamos en el suelo. El mundo pasa a nuestro alrededor.

Una pareja se pelea con acento mexicano, él quiere buscar un taxi, ella dice que toca caminar y deja ya de quejarte. Un viejo se pone a dirigir el tráfico. Dos extranjeros preguntan cómo llegar a Moncloa. De repente las distancias en Madrid se miden en pasos. Pasa un grupo con maletas hacia la derecha, un rato después, el mismo grupo pasa hacia la izquierda. Entonces veo otras madres.

-Ha tardado dos horas con el coche en llegar de Ventas hasta aquí, cuando normalmente son quince minutos.

Nos metemos las cinco apretadas en su coche, que está aparcado junto al bordillo en una zona prohibida. Enciende la radio. En Esradio dicen que tienen batería para un par de horas. Hablan de que va a comparecer el presidente. A las cinco, nada, a las cinco y media, nada. Por fin Pedro Sánchez habla a las seis, no dice nada relevante y no transmite ninguna seguridad. Pienso, cuánta gente lo estará escuchando, poquísima. Nadie tiene radio analógica. Solo los conductores. ¿Cómo se comunica un gobierno con sus ciudadanos en un momento de crisis nacional cuando no hay electricidad? Me imagino helicópteros tirando hojitas con mensajes importantes.

-Estoy preocupada por la mamá de Anwar. Vive lejísimos, a ver cómo viene.

-¿Y el papá?

Se encoje de hombros.

-El papá desapareció. Creo que ella vive con la renta mínima.
-Yo me llevo a Anwar a casa. Pero claro, a ella cómo se lo digo. Estará angustiadísima.

Me imagino a esa mujer marroquí, siempre sonriente, tratando de venir a buscar a su hijo desde las afueras de Madrid, sin metro ni tren y con los autobuses a reventar. Ella sola. Cuántas madres solas hay en esta parada.

-Los hombres son unos cobardes -suelta una madre.
-Arg, el padre de David, cuando se muera, bailaré sobre su tumba. Si es que la encuentro -dice otra y sale del coche y se pone a hacer un zapateado.

Me acuerdo de la canción de Siniestro Total y me da la risa. Y luego, ganas de llorar. Madre mía, espero que no haya pasado nada con los nenus.

Un policía motorizado se acerca al coche. ¡Aquí no se puede aparcar!

-Ya y nuestros hijos, qué, estamos esperando la ruta.
-Me importa un bledo, váyanse de aquí.

Cinco madres gritando a un policía. La madre que conduce, Joana, arranca, avanza unos metros y cuando ve que el policía desaparece vuelve marcha atrás.

-Soy conductora de Uber. A mí no me intimida ningún policía.

Esradio se muere. Cambiamos a Radio5. La voz reconfortante de la radio. Cómo la echo de menos. Pienso que, si salimos de esta, voy a comprar un transistor a pilas como el que tenía mi padre. También, que debería volver a los fuegos de gas butano en la cocina.

Cae la noche y el Gran Atasco sigue.

Han pasado cuatro horas, y seguimos aquí. De pronto aparece una chica joven. Es la hermana del mejor amigo de Pequeño Zar.

-He venido andando desde Plaza de Castilla.
-Serán ocho kilómetros.
-Diez.
-Nos pilló el apagón en la biblioteca, estábamos estudiando, mañana tenemos examen. Salí corriendo y pillé un bus que íbamos como sardinas en lata. Mi universidad está en medio de la nada. 
-No está pensada para el Gran Apagón.
-Nada está pensado para el Gran Apagón.

Pasa otra hora.

-Madre mía, espero que lleguen antes de que anochezca, sino, volver a casa en la oscuridad absoluta.

De pronto un taxi se detiene y baja una mujer con un hiyab rosa. Es la madre de Anwar. Está tan nerviosa que no le salen las palabras en español.

-Llevo en un taxi desde las 3. Me he gastado cien euros. Y solo me quedan cinco euros. Ahora cómo vuelvo. Y el niño pequeño estará en casa, solo, sin luz, se va a morir de miedo.

Una madre le dice:

-Cuando lleguen los niños, vamos hasta mi coche y te llevo yo. Pero sin GPS ni farolas no sé si me voy a perder.

Echo un vistazo al caos que nos rodea. Me imagino a las dos madres conduciendo a ciegas por Madrid en medio del Gran Atasco. Miro la cartera. Llevo dinero. Yo siempre llevo dinero en efectivo y tengo latas en casa. Es una cosa heredada de mi padre y de mi abuela. Por si acaso.

-Te presto cincuenta euros, ya me los devolverás.

-Gracias, gracias.

Pasa otra hora. Anochece y la angustia crece. ¿Por qué tardan tanto? De pronto, un semáforo parpadea, miro el móvil, ¡tengo cobertura! Intento llamar al colegio, no hay línea. Llamo a V. contesta. ¡Contesta!

-Estáis bien, me fui al campo, a ver a la osa con las crías, y cuando volví me enteré de que se había ido la luz.
-PZ no ha llegado.
-¿Has intentado...

Se corta la comunicación.

Vemos cómo los semáforos parpadean, se encienden, se apagan, se vuelven a encender. Una pequeña esperanza. Son las 21:30. Media hora más tarde llega la ruta. El conductor, un señor experimentado, con gesto apesadumbrado, nos dice que ha sido un infierno, cerraron los túneles de la M30, el atasco era indescriptible. Los niños bajan en tropel con los ojos muy abiertos. PZ tiene el pelo mojado de sudor. Corre por la acera, salta, grita. Le digo, ven, agárrate a mí, que como te pierdas aquí... Y cruzamos a través de una muchedumbre silenciosa de viajeros con maletas. Lo que más me llama la atención es el silencio. Todos esos viajeros se quedarán a dormir allí mismo, sobre las aceras. Nadie protesta, nadie dice ni mú.

Las farolas se apagan y caminamos en la penumbra hasta casa. En casa enciendo todas las velas y los frontales y la linterna. Comemos pan con chorizo y queso. PZ se sienta frente a mí al resplandor vacilante de las llamas.

-Es la primera vez que estamos tú y yo así, solos, con las velas, sin la tele ni móvil ni distracciones, ¿no? O me lo parece a mí.

Después dice que le va a dar miedo dormir solo, sin su lucecina. Le pongo una vela diminuta en un plato.

Pero esa frase se queda resonando en mi cabeza. Sin distracciones.

Lo único bueno de todo esto: darse cuenta de las distracciones, de que hemos construido una sociedad sobre las distracciones. Y cuando se muere la fuente que alimenta las distracciones, ¿qué nos queda? Nos queda la realidad: las personas, la tierra. Agarrémonos a ella.

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