En un mundano lunes, tan rutinario como residual, los plomos saltaron y el caos engulló a la normalidad. La mañana monótona comenzó con la imputación del hermano del presidente. Una más de esta España nuestra, de ese entorno presidencial tan impoluto. Unos en el trabajo, otros en clase, en casa, haciendo recados, yendo y viniendo porque el primer día de la semana es en el que todo se hace demasiado y se lleva a cabo con desidia. Éramos normales, aburridos y cansados porque teníamos las vacaciones recientes. No lo valorábamos. Teníamos una vida occidental y previsible, pero se nos hacía bola. Los interruptores, enchufes y vitrocerámicas funcionaban, pero las encendíamos sin ganas, con pereza.
Abrí el ojo, legaña fuera, minutos de procesamiento mirando a la zapatilla mientras la gata roza las piernas como indicación de su hambre. El cuerpo finalmente se levanta con el piloto automático; vestirse, lavarse la cara e ir directo a por un café que ponga la cabeza del derecho. Peinarse, poner una lavadora, comer algo más que levante todo el mecanismo, abrir a unas gallinas que pecan de insistencia y recoger sus huevos. La misión era escribir información de F1 y luego locutarlo para los pocos que lo escuchan. Sólo los adictos al motorsport podrían entenderme. Entusiasmado me encontraba en esa tarea, que se hacía alegre porque el clima era envidiable. Cuando el verano muestra sus primeros atributos, la vitalidad se hace más luminosa.
Escribía afanado sobre Piastri, Norris y Verstappen cuando dieron las 12.33 en que la luz se fue. Lo hizo suavemente, como arrastrándose en sus intenciones, como tímida de lo que estaba a punto de provocar. Maldiciendo todo lo que se menea fui hacia el contador porque por enésima vez había saltado. No, todo correcto, así que las cejas se arquearon. Miré a mi alrededor, porque es lo que se suele en estos casos; pero nada se movía, las gallinas picoteaban, los pájaros volaban y la gata buscaba ratones por el patio. Volví, escribí unos mensajes y seguí con los coches de colores hasta que la web de la F1 se colgó. Me había quedado sin datos, sin servicio. Qué narices estaba pasando.
La calle empezó hablar, lo que en este pueblo es una anomalía. Las personas salían de sus casas como en la escena inicial de The Leftovers; desconcertados y con no más que preguntas. Se llamaba a las puertas, se hablaba a gritos y se buscaban respuestas. Nada hacía pensar que fuera más allá de este grupúsculo de casas, como hace unas semanas se cortó el agua durante más de medio día. Buscábamos la normalidad dentro de la anormalidad. Cerré la casa, colgué la ropa, dejé aparcados a Piastri, Norris y Verstappen, y fui en búsqueda de cobertura. Llamar a Iberdrola era la intención, y ojalá hubiera sido; empezaron a llegar notificaciones de lo inconcebible, pero pronto se interrumpió todo. Una brevísima llamada a una madre alterada y todo cayó por segunda vez. Regresé a informar y veía como los ojos se convertían en platos a medida que avanzaba la conversación. Se mezclaba el terror con la perplejidad.
Lo único que funcionaba era la radio y según iba avanzando pensé en Orson Welles. Me vinieron todos aquellos estadounidenses del 1938 que un día sintonizaron la CBS y se vieron en medio de una invasión alienígena. Personas que con sus vidas rutinarias y en una época en la que el único medio residía en el transistor, se tuvieron que hacer a la idea que el apocalipsis había llegado con unas maquinarias de extremidades descomunales. Qué se siente cuando parece que todo se acaba, cuando se dice que la electricidad es inexistente por doquier, cuando se habla de otros países. ¿Qué les está pasando a todas esas personas a las que te gustaría hablarles pero no puedes? ¿Dónde estarán? ¿Qué estarán haciendo? ¿Estarán todos bien? Los pensamientos se agravaban al valorar que ha sucedido en una mañana cualquiera. Este aquí, este allá, este me dijo que iba al otro lado; como en un suceso traumático en el que toda una vida pasa por delante. Vulnerabilidad e inquietud, tal vez esas fueran las palabras que dominaban a toda una sociedad en el día que nos vimos en el apocalipsis. Qué nos duele más que el no saber en la era de lo instantáneo. Sin la electricidad se nos había ido todo, porque todo funciona con ella.
En el pueblo se había ido en un chasquido. En el breve tiempo que estuve conduciendo la FM iba perdiéndose en las ondas como la luz lo había hecho previamente. Las voces alarmadas se fueron transformando en interferencias hasta que lo único que se escuchaba era Radio María y Kiss FM; al menos se podía cantar mientras pensábamos en el fin. No fui muy lejos pero me acerqué al pueblo adyacente a comprobar que los familiares de mis mejores amigos estaban bien. Les contaba lo sucedido y al principio me sentí como en la historia de Pedro y el lobo: si no fuera porque me conocen, me echaban a bastonazos de sus casas. Con estupefacción dieron credibilidad a mi testimonio porque las pistas iban encajando y dentro de ello la información asentó. Quedaban muchas horas de día, la posible oscuridad total estaba lejos. Se respiraba a pesar de la ausencia de comunicaciones.
Las personas que iban volviendo de León aportaban más datos: calles sin semáforos, con policía, gasolineras inoperantes, supermercados cerrados… Regresé y me preparé para lo que pudiera pasar, porque el desconocimiento siempre proyecta lo peor. Garrafas de agua, búsqueda de linternas y velas, acopio de leña y pilas… Resultó que el kit de Von der Leyen, aquel que tanta hilaridad causó, era lo que buscábamos con esmero en aquellas horas. Me tragué unas lentejas frías y a buscar. Una casa de pueblo desespera debido a los arreglos que requieren, pero en ellas hay tantos enseres que no se buscan, ellos te encuentran. De inmediato me hice con todo, lo dejé a punto y me fui otra vez para allá a ver si se sabía algo más; quedarse en casa sólo era inducirse a la impotencia.
Pasé la tarde en casa de la abuela de los que considero mi otra familia. Hablamos, parloteamos, especulamos, reflexionamos, mientras las horas pasaban y el sol empezaba a caer. Asumíamos el hecho de que las velas se encenderían y la penumbra se haría aún más tenebrosa en estas silentes calles. Durante al menos una noche estaríamos como en aquella lejana época que vivieron algunos de nuestros mayores. La perplejidad se iba transformando en una profunda preocupación y sin esperarlo, sin esperanzas, la luz se hizo. Volvió, y se sintió como cuando se toma la última uva el 31 de diciembre. Los móviles regresaron paulatinamente a su ser, las radios se recuperaron y las televisiones se encendieron. La era de lo instantáneo finalizó su letargo.
Cada uno fue regresando a su casa, con el alivio de un susto recién recibido, con algunas explicaciones a las preguntas sin respuesta. La conversaciones se sucedieron con familia, amigos o grupos de todo signo. «Estoy bien» probablemente se convierta en la frase más gratificante. Las linternas devueltas a sus cajones, las velas a sus rincones aún con el polvo encima y mirando las botellas de agua respirando profundamente. De pequeño contemplaba series como ‘Falling Skies’, ‘The Walking Dead’ o ‘Revolution’ con fascinación, películas como ‘Interstellar’ o ‘Invasión a la Tierra’ que tantas veces he visto. Ahí en la pantalla, que se queden, lejos, muy lejos, déjenme con Piastri, Norris y Verstappen, por favor.